En estos meses hemos asistido a un penoso espectáculo protagonizado por los integrantes de la Función Electoral, un recordatorio de malos diseños institucionales, atribuibles al texto constitucional: una legalidad que incentiva el uso de los procesos electorales para promoción personal, notoriedad instantánea o impunidad; un sistema inadecuado de designación de los integrantes de esas entidades; y, actuaciones que parecen reflejar cálculos políticos coyunturales y no el cumplimiento de las potestades asignadas a los entes electorales. En el contexto que vivimos, esto es una amenaza para una debilitada institucionalidad, un golpe claro a la democracia, que abona el terreno para la inestabilidad en un contexto de crisis económica, crispación de los ánimos y cálculos políticos que no logran mirar más allá de la coyuntura.
El período de control correísta generó una falsa imagen de estabilidad en las instituciones puestas al servicio de un “proyecto” político, una regularidad derivada de acciones concertadas de quienes -en su mayoría- eran designados para los cargos en función de su maleabilidad, de tener como mérito mayor la capacidad de encontrar discursos justificatorios a las prácticas más antidemocráticas disfrazadas de legalidad, como ocurrió con la verificación de firmas de Yasunidos en el 2014; seguramente uno de los ejemplos más fuertes del control del Ejecutivo sobre todo el aparato estatal, porque se requería de mucho poder y poca ética para desdeñar, desde el CNE, la petición de más de 750 mil ciudadanos que demandaban una consulta popular.
Hoy, a menos de cuarenta días de las elecciones, la atención se ha centrado en lo que hacen las instituciones, no en la campaña electoral y en las propuestas de los candidatos. Lo que pasa es tan burdo, tan sin sentido aparente, que por momentos parece un desorden deliberado, destinado a favorecer a un candidato que sostiene su campaña en la añoranza de un pasado de estabilidad no democrática basado en una bonanza petrolera difícilmente repetible. Es él quien ha salido beneficiado de cada decisión, demora y omisión de los organismos electorales, porque ha sido capaz de poner al servicio de su estrategia electoral la idea de ser perseguido y, al mismo tiempo, crear condiciones para poner en duda el proceso en caso de derrota y debilitar la candidatura que parece tener las mejores opciones para llegar a la segunda vuelta.
El circo de la política se ha trasladado al enfrentamiento CNE-TCE. Ese enfrentamiento tiene como principal víctima a la democracia, porque los autócratas aprovechan las crisis para colocar sus discursos autoritarios como respuesta; porque los extremismos se mueven con mucha comodidad en estos entornos de poca claridad, transparencia e ineficiencia. Si este desorden y este caos representan a la democracia, ésta empieza a ser prescindible para muchos y el resultado electoral se convierte en tema secundario.