Acabo de ver por segunda vez A Hidden Life, con calma, después de aquel estreno hace unos meses en el que pude insospechadamente estar con su director Terrence Malick. Esta vez reconocí que, después de haber entrado en sus películas, no veo la naturaleza de la misma manera. Y supongo que esa es una de las mejores cosas que puede darte el cine. Concretamente me refiero a que, en cada fotograma, la fuerza que empuja al granjero Franz –el personaje principal– a seguir su conciencia frente al nazismo, cueste lo que cueste, es necesariamente la misma fuerza que crea la enormidad de las montañas que lo rodean y el sonido del agua al caer en las fuentes del pueblo. Ya en The Tree of Life (2011), ante la pregunta sobre el sentido de la muerte de un hermano, Malick necesitó remontarse al Big Bang para narrar la creación del universo. También en The Thin Red Line (1998) la naturaleza crecía salvajemente en Vietnam al mismo ritmo que lo hacía, en los personajes, la pregunta sobre el sentido del mal en medio de la guerra. No existe una fuerza sin la otra. Tal vez todos los desajustes provengan de compartimentar a Dios según el propio gusto; de encerrarlo en donde creemos tenerlo dominado.