Tío Sam y sus criaturas

Osama bin Laden fue una criatura gestada por EE.UU. Washington, a finales de los años setenta del siglo pasado, lo alimentó para que actuara en Afganistán, que fue invadido por el imperio soviético, en 1979. Al final, el Ejército Rojo fue derrotado en el remoto país de Asia Central, entre otras cosas, por la participación de Bin Laden.

En las montañas afganas, el saudita trazó el esquema de terror de la red Al Qaeda. Allí planificó los ataques terroristas del 11 de septiembre del 2001 (11-S). Dicho de otro modo: la criatura se volvía contra su creador, a la manera de un Frankenstein.

Saddam Hussein, el tirano que gobernó Iraq con mano de hierro, también fue en alguna época una ficha de EE.UU. En especial, durante la sangrienta guerra que enfrentó a Iraq con Irán, entre 1980 y 1988. Años más tarde, también se iría contra los intereses de Washington al atacar Kuwait y originar los conflictos en el Golfo Pérsico, con un reguero de víctimas.

Los casos de Bin Laden y Hussein, criaturas diseñadas y armadas por Washington que luego atacaron a este, en realidad, ponen en evidencia un componente. Se refiere al éxito (y tacto) a cuentagotas que ha tenido la diplomacia estadounidense en su manejo de la geopolítica en el complejo y cambiante Oriente Medio y también en Afganistán.

La aparición del Estado Islámico (EI) y su autoproclamado califa, Abú Bakr al Baghdadí, tampoco resultan casuales. Son consecuencia, en parte, de la política exterior de EE.UU. en la región y de su complacencia, por ejemplo, con los ataques de Israel a los territorios palestinos.

Aparte del EI, que ya ha dado muestras de su barbarie en la Red, en el horizonte aparece otro grupos tanto o más peligrosos: Al Shabaab, que opera en Somalia, y el grupo terrorista fundamentalista Boko Haram, que escenifica orgías de sangre en zonas de Nigeria. EI, Al Shabab y Boko Haram muestran de manera cruel el descontento de los radicales del mundo árabe con Washington y en general con Occidente.

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