Los famosos ‘vilcabamba boys’ pasan encerrados por el covid

El viernes pasado, la Zona 7 informó que se vacunó a 102 mayores.

El viernes pasado, la Zona 7 informó que se vacunó a 102 mayores.

El Parque Central de la localidad se quedó sin los anfitriones, que recibían a turistas nacionales y extranjeros. Foto: Lineida Castillo / EL COMERCIO

Eran el atractivo principal de Vilcabamba. Pero ya no caminan por sus calles limpias ni descansan en las bancas de los parques. En el famoso ‘Valle de la longevidad’ ecuatoriano, los adultos mayores se encerraron en sus casas, por miedo al contagio del covid-19.

La pintoresca parroquia, ubicada a 38 kilómetros al sur de Loja, con su clima primaveral todo el año (promedio 22 grados), es popular porque sus habitantes viven más de 100 años. Mantiene casi el mismo ajetreo comercial, laboral y turístico de siempre.

Los jubilados y residentes extranjeros predominan en los restaurantes, que quedan alrededor de la plaza, por calles y caminos rurales rodeados de frutales y vegetación. En esos espacios ya no hay ancianos nativos.

A ellos la pandemia les trastocó su forma de vida. Por las alertas de la Organización Mundial de la Salud, de que son más vulnerables al contagio, a estos longevos solo les permiten asomarse a las ventanas o sentarse al pie de la puerta de sus casas.

El viernes pasado, la Zona 7 informó que se vacunó a 102 mayores. Foto: Lineida Castillo / EL COMERCIO

Así, Humberto Ortega, de 96 años, se las ingenia para platicar con su amigo, Carlos Cevallos, de 81. “Llevo un año viendo pasar el tiempo desde esta ventana”, contó muy serio este hombre, de voz potente, que parece de 50.

Su vivienda -de estilo rural- está en la avenida de la Eterna Juventud. Antes de la pandemia, Ortega vendía café y chamicos (tabaco artesanal) en el parque central y sus principales clientes eran los turistas. Hoy extraña esas relaciones que entablaba con la gente.

A su hija Aura, de 58 años, siempre le repite que quiere regresar al parque, pero no se lo permite. Ella cuida a su padre y a su madre, Leopoldina Castillo, de 88 años. Cualquier pariente que llegue a su casa mantiene la mascarilla y el distanciamiento.

Aura cree que eso ha permitido que su círculo familiar más cercano permanezca libre del SARS-CoV-2.

Desde marzo del 2020, cuando empezó la emergencia sanitaria, han fallecido 13 personas en Vilcabamba, nueve de ellas de la tercera edad. La parroquia tiene 7 500 habitantes; 1 200 superan los 65 años.

Para el presidente de la Junta Parroquial, Carlos Ortiz, el confinamiento y las medidas de bioseguridad que aplican hijos y nietos han protegido a esta población del mortal virus que ha contagiado a más de 500 personas, desde marzo del 2020.

Hasta el pasado viernes había más de 50 casos activos. Con algunos de sus adultos mayores ya empezó el proceso de vacunación contra el coronavirus. Don Humberto Ortega y Carmen Sanmartín, de 90 años, fueron de los primeros inmunizados.

Carmen Sanmartín, de 90 años, perdió a su hija, de 70, por el virus. Foto: Lineida Castillo / EL COMERCIO

El pasado 16 de julio, ella perdió a su esposo, de 93 años, por una leucemia terminal y al día siguiente a su hija de 70, por el covid-19. “Mis hijitos me dicen que con la vacuna ya no me dará el virus”, recuerda y junta sus palmas, como agradeciendo a Dios.

Al inicio de la pandemia, Sanmartín y su esposo fueron llevados por tres meses a una finca familiar, en el sector de Izhcailuma, un entorno rodeado de naturaleza, paz y aire puro, de esos tantos que tiene Vilcabamba.

“Mis hijos prefirieron que esté en el campo porque cuentan que el virus está en el ambiente”, relata la señora Sanmartín, quien ya está en la ciudad. Tiene prohibido ubicarse en el amplio portal, por donde regularmente cruzan otras personas.

Esa rutina de encierro y protocolos de bioseguridad no les gusta a los adultos mayores, que habitan en las 25 comunidades y barrios de Vilcabamba. En abril del 2020, la Junta Parroquial cerró la atención presencial en el Centro del Adulto Mayor.

De lunes a viernes acogía a 45 abuelos, que eran asistidos con alimentación y terapias emocional, física y ocupacional. El programa sigue funcionando, pero con visitas domiciliarias. Los profesionales llegan a las casas y les entregan kits de alimentos, chequean el estado de salud y les dejan de tareas ciertas manualidades.

Pero en este mes, por el estado de excepción y el aumento de contagios, solo trabajarán vía telefónica. Para la coordinadora, Estefanía Ortega, así los mantienen activos. Han identificado -admite- trastornos depresivos y de ansiedad por el encierro.

Lo más duro es no poder responder su repetitiva pregunta de cuándo se acabará la pandemia y con ello el largo encierro. “Extrañan a sus compañeras, compartir sus experiencias, la comida, los ejercicios y los talleres, ver más gente”. Les alienta llevándoles información sobre sus amigos.

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