Anita Sandoval pasa tiempo con su hijo después del trabajo. Foto: Valentín Díaz / Afull
“¿Por qué no le hace parar al niño, si ya está grande?” Como si uno tuviera que llevar un letrero que diga “mi hijo tiene discapacidad” para trasladarse en el transporte público. Eduardito está creciendo; ya tiene cinco años. Sus mejillas son regordetas y rojizas. No es que tenga sobrepeso; el corticoide que toma a diario hace que su cuerpo se hinche.
Anita Sandoval, su madre, cuenta que el niño recibía sus terapias a través del IESS en el Hospital Carlos Andrade Marín, pues tanto ella como el padre están afiliados. Pero, con el paso del tiempo, trasladarlo se ha vuelto cada vez más complicado; debía llevarlo en bus desde Calderón y rara vez la gente le cedía el asiento. Es por esto que ha pedido el traslado a un centro de salud más cercano. Desde abril de 2018, asiste al Hospital General Docente de Calderón.
Eduardo tiene síndrome de West, también conocido como espasmos infantiles. Se lo diagnosticaron antes de que cumpliera su primer año de edad. Alcanzó a decir “mamá” por primera vez, antes de que comenzaran a presentarse los síntomas. “Fue uno de los días más felices de mi vida”, cuenta Anita. Ahora no puede hablar ni caminar, pero sí puede masticar su comida y mantener el tronco recto para poder sentarse, algo que, con su enfermedad, es un gran avance.
Su padre, Vinicio Vargas, cuenta que el programa de televisión favorito del niño es ‘El Chavo del Ocho’ ¿Cómo se dan cuenta? “Cuando están pasando ‘El Chavo’ y uno le cambia el canal, hace gestos de disgusto. Se pone de espaldas frente a la tele y pone cara de enojado”, dice Vinicio. Sus juguetes preferidos son los carritos. Le encanta sentir la textura de las ruedas girando contra el piso o la pared. También se molesta cuando le dan de comer sopa. Su madre dice que prefiere la comida sólida.
Anita carga a Eduardo hasta la calle principal, donde espera a que pase un taxi que los lleve a su terapia en el Hospital de Calderón. Foto: Valentín Díaz / Afull
Son las 06:30 de la mañana del miércoles 9 de mayo de 2018 y es hora de salir a la terapia. Hace frío; Eduardo tiene puesto un buzo de ‘Spiderman’ sobre su ropa, con una capucha para cubrir su cabeza. Anita tiene contextura delgada y estatura pequeña. Toma a Eduardo en brazos y lo carga hasta la calle principal. “Aunque quisiera, sería imposible engordar”, bromea la madre. Allí esperan a que pase un taxi. Toma de 5 a 10 minutos hasta llegar al hospital. Hay que esperar a que sean las 07:00.
Llegada la hora, llaman el nombre del pequeño. Anita tiene dos preocupaciones: la primera es que ahora recibe media hora de terapia, mientras que en el Andrade Marín recibía una hora completa; la segunda es que no la dejan ingresar con su hijo a la sala. Pregunta el porqué en el área de fisiatría y le responden que puede acercarse a ver los ejercicios en una ocasión puntual, pero que no puede hacerlo todos los días, porque de otra manera todos los padres querrían ingresar con sus hijos.
Anita espera su turno en el hospital junto a Eduardo y su madre, María. Foto: Valentín Díaz / Afull
Dos practicantes de la UDLA lo reciben con sonrisas, cariños y mimos. La sala está llena de colores, esponjas y juguetes. Su madre lo sienta en una silla y le saca despacio el buzo y sus zapatos. Anita lo deja listo y sale de la sala, se cierra la puerta. La sesión empieza alrededor de las 07:05. La madre se sienta en la sala de espera junto a María, la abuelita. A las 07:30 termina la terapia. Anita lo toma en brazos y salen a buscar un taxi.
Anita tiene que trabajar a diario cuidando niños. El padre del niño labora en una fábrica de condimentos. Durante el día, para cuidar a Eduardo, se turnan su abuelita y su tía, quien trae a casa a sus tres hijos. A Anita le gusta que esté acompañado de otros niños porque así aprende a compartir sus cosas y a ser más sociable. Cuando llegan sus padres a casa, pasadas las 19:00, Eduardo los recibe con una sonrisa y un abrazo. Es la hora de la comida. Su padre se sienta a su lado y con una cuchara le da un poquito de tortilla y algo de té.
Vinicio le da de comer, con calma, a Eduardo después de llegar de su trabajo. El niño come despacio, pero con gusto. Foto: Valentín Díaz / Afull
Anita tiene 23 años y se embarazó a los 18. “A esa edad es común que los embarazos sean accidentales, pero el nuestro fue planeado”, relata. Dice además que solo le faltaba dar exámenes de grado para tener título de bachiller, pero debido a su situación no ha tenido la oportunidad de terminar sus estudios. “Tendría que estudiar a distancia, pero veo difícil poder pagar la pensión”.
Tanto ella como Vinicio ganan un salario básico en sus respectivos trabajos. Los gastos de la enfermedad de Eduardo son altos. Tres de los cuatro medicamentos que toma a diario se los provee el IESS. Sin embargo, uno que es específicamente fabricado para el síndrome de West, no se comercializa en Ecuador. “Últimamente los hemos traído de España, Alemania y Colombia. Averiguamos cuando alguien llega de viaje para ahorrarnos el envío”, cuenta Anita. “En julio una persona me va a traer medicación para unos cuatro meses desde España. Hasta eso, el doctor me recetó otro medicamento que tengo que comprarle y que sí puedo encontrar aquí”.
Cada caja, que dura dos semanas, cuesta entre USD 35 y 40. Son alrededor de USD 80 al mes. Además, tienen que comprar pañales, que cuestan USD 9 y duran 10 días: USD 18 al mes. El taxi para llegar a la terapia en el hospital sale USD 2 por cada ida y venida, dos veces por semana: son USD 32 al mes. En total, son USD 130 mensuales que deben salir de su sueldo de USD 386. En un inicio, ellos pagaban también por terapias. Después, el dinero ya no les alcanzó.
Eduardo toma cuatro medicamentos distintos. El corticoide (prednisona) hace que su cuerpo se hinche en determinadas zonas. Foto: Valentín Díaz / Afull
Al principio, Anita y Vinicio acudieron a cinco pediatras en un periodo de seis meses. Ellos pensaban que los espasmos eran cólicos. Al ver que no había resultados, fueron transferidos a un genetista, quien le hizo exámenes y determinó que no existía ninguna alteración genética. Él los encaminó a un neurólogo, quien determinó finalmente que se trataba del síndrome de West.
A los 11 meses, cuando los bebés por lo general ya comienzan a gatear, el cuello de Eduardo todavía era como el de un recién nacido. “Nosotros teníamos que sostenerlo para poderlo cargar. En esa época, casi se nos muere en tres ocasiones. Yo le veía a mi hijo así y me desesperaba. Me ponía a llorar y no sabía qué hacer. Mi esposo, que ha estado siempre a mi lado, sabía sobrellevar mejor las cosas”, relata Anita; fueron alrededor de dos meses de puro llanto. Pero ahora, a sus cinco años, ha tenido grandes avances.
El fin de semana pasado, la pareja tuvo la oportunidad de salir en la noche. “Nos fuimos de noche joven”, dice Anita y se ríe. “No es que lo hacemos seguido, pero sí nos damos un rato de vez en cuando para ver otras caras, para variar del trabajo y la casa”, agrega. “Nosotros hemos madurado precozmente”, dice ella. En sus palabras no se escucha tristeza; más bien orgullo, convicción y fortaleza. “No reprocho nada de lo que estamos pasando. Nosotros como pareja nos hemos unido aún más por esta situación”.
La respuesta del Hospital de Calderón ante las preocupaciones de los padres de Eduardo
Afull se puso en contacto con el Hospital General Docente de Calderón para intentar resolver las dudas de Anita y Vinicio sobre el tratamiento que recibe su hijo en esta casa de salud. A través de un correo electrónico, la entidad aseguró que “una vez recibida la inquietud de los padres sobre los servicios del Hospital, se gestionó con ellos una reunión con la líder del área de Rehabilitación para solventar todas sus preguntas y receptar las sugerencias respecto a la mejora de los servicios, las cuales se traducen en un plan de acción para tomar correctivos en el área sobre las novedades encontradas”.
Estas son las preguntas que hizo Afull al respecto y la respuesta completa por parte del Hospital:
En el caso particular de este hospital ¿Por qué se ha decidido que los tutores de los niños no pueden ingresar a las terapias?
El tutor o padre de familia ingresa a las primeras sesiones de neurorehabilitación pediátrica para observar la forma de tratamiento y la adaptación del niño a la terapia, para que evidencien que es cómoda y el padre o madre conozcan lo que se realiza. Una vez alcanzada esa etapa, se recomienda al acompañante permanecer en la sala de espera, para lograr la mayor concentración del niño en la terapia. Esto se realiza porque usualmente los niños se distraen y no colaboran con las terapias, ya que prestan más atención a los padres, o quieren estar con ellos en lugar de realizar su terapia con el especialista.
De igual manera es importante que el terapista pueda ganar empatía con el paciente durante la terapia para mejorar su nivel de respuesta, lo cual puede verse interrumpido en el caso de presencia de otras personas. En el caso de que el padre o la madre deseen acompañar al niño durante la terapia, se permite el ingreso de una sola persona.
El Hospital cuenta con una profesional especialista en neurorehabilitación pediátrica quien está capacitada para atender pacientes entre 0 a 15 años de edad, en terapias individuales. La sala de estimulación está adecuada para niños que requieran únicamente la presencia del terapista y de su familiar, generando un entorno aislado de personas extrañas al paciente y del ruido.
El trabajo de la terapia es siempre en equipo, no solo debe realizarse en el Hospital sino también continuarlo en casa. Por esto es importante el involucramiento de los padres para que realicen los ejercicios en el hogar.
Para poder replicar en el hogar las indicaciones se dan a conocer a todos los padres, los ejercicios, posturas, estimulación, etc., pero dependiendo el caso, patología y edad, las indicaciones pueden ser diarias o pueden ser dadas al final del ciclo de las terapias.
¿Existen criterios para la asignación de horas de terapia en fisiatría según las necesidades o el estado de salud de cada niño? De ser el caso ¿cuáles son estos criterios?
Cuando un paciente es referido a neurorehabilitación pediátrica, con las indicaciones médicas, se realiza una nueva valoración por el especialista en terapia, para determinar la mejor técnica, tiempo, duración y necesidades del niño, que cumplan con las indicaciones generales del médico.
La cantidad de sesiones y frecuencia no se determinan sólo por la patología, por lo tanto, mayor cantidad de sesiones o de tiempo, no significa que es mejor. Lo que se busca durante una sesión es que la terapia tenga la calidad necesaria para que exista el efecto deseado sobre el cuerpo, tomando en cuenta que cada terapia provoca fatiga muscular, gasto calórico y cansancio mental, por esta razón también, se debe determinar técnicamente un tiempo de descanso y recuperación entre las terapias, los cuales dependerán de la condición del paciente y de su edad.
Según la fisiología del ejercicio, un músculo después de estar sometido al ejercicio para mantener la elasticidad, mejorar la flexibilidad, evitar la atrofia, necesita un tiempo promedio de reposo de 24-48 horas, para que se recuperen de esta actividad, por lo que se recomienda las sesiones pasando un día para los adultos y en el caso de los niños, el tiempo de descanso debe ser mayor, ya que el cuerpo no reacciona fisiológicamente de la misma manera que el de un adulto.
El descanso y relajación permiten que en un período de esfuerzo máximo el paciente permita a sus músculos soportar el aumento paulatino de ejercicio, con lo que mejora su fuerza y resistencia.
La duración de la terapia en este caso es de 30 minutos, tiempo suficiente para movilizar, activar, ejecutar y relajar la musculatura abarcada. De acuerdo a recomendaciones internacionales de la categorización por dependencia basada en la CIF (Clasificación Internacional del Funcionamiento, de la Discapacidad y de la Salud) la evaluación y contacto terapéutico es en promedio de atención de 30 minutos, cuando la cooperación por parte del paciente es limitada, y/o presente un déficit motor entre moderado-severo.
Se debe tomar en cuenta que sesiones extensas y continuas suelen generar un resultado adverso, generando un stress físico y mental al niño, o en algunos casos dolor excesivo, o molestias, que se pueden expresar inclusive con llanto o rechazo a la terapia.
El lenguaje del amor
Eduardito es un pequeño que intenta vencer su enfermedad a su manera. Esfuerzos como su sentido del gusto, su preferencia por algunos juguetes o programas de televisión y el hecho de poder reconocer a sus familiares más cercanos son signos de que el síndrome de West no ha logrado desvanecer su esencia.
Él está presente, consciente. Y, aunque no lo pueda expresar con palabras, se comunica en su propio idioma: el lenguaje del amor, un código que Anita percibe a diario cuando Eduardo la recibe con una sonrisa después de una larga jornada de trabajo. Es el combustible que permite a sus padres seguir luchando por lo que más aman.