En abril de 1992 se radicalizó la pesadilla autoritaria que los peruanos vivían desde el ascenso de Alberto Fujimori al poder: el autogolpe se justificó bajo el pretexto de que había que dejar atrás todos los resquicios “del viejo Estado”.
Para “dejar atrás el viejo Estado” el dictador contó con un entusiasta equipo de cortesanos oportunistas y pusilánimes que ocuparon funciones claves en organismos civiles y militares.
A cambio de un ínfimo pedazo de poder, los áulicos pusieron a órdenes de Fujimori todas las entidades de control y todo el aparato militar, policial y de Inteligencia.
Ante la ausencia de instituciones públicas que cumplieran su deber de fiscalizar, la prensa no gobiernista asumió la responsabilidad de investigar las denuncias de corrupción y el manejo discrecional de los recursos económicos del Estado.
Las hordas de Fujimori disfrutaron 10 años de un poder cuasi imperial gracias a una estrategia basada en desprestigiar a los periodistas críticos, exacerbar el patrioterismo e incentivar “la revancha de los más pobres”.
Venciendo el temor, los pocos ciudadanos que se atrevían a denunciar los abusos, agresiones, persecución y crímenes contra los opositores encontraron en la prensa no gobiernista el único medio para canalizar el clima de inseguridad social y violación a los derechos humanos más elementales.
La prensa sufrió el acoso más devastador y cruel del que Perú tuviera memoria: días después de que el Canal 2 denunciara el espionaje telefónico del tenebroso Servicio de Inteligencia Nacional (SIN), dirigido por Vladimiro Montesinos, Fujimori arrebató el canal a sus propietarios, creó nuevos periódicos “populares” y “alternativos” y controló diario Expreso. Decenas de periodistas salieron del país para evitar la cárcel o las amenazas contra su vida.
El régimen presionaba a los medios con la amenaza de ser “visitados” por la Superintendencia Tributaria (Sunat). El Ministerio de la Presidencia se volvió el principal cliente publicitario de la prensa que, a cambio, se dejó imponer agendas periodísticas con temas que protegieran la imagen del gobernante.
Entre tanta oscuridad, corrupción y miedo, Diario La República de Lima, con el periodista Ángel Páez como jefe de Investigación, realizó un trabajo heroico: a partir de sus revelaciones empezó a fisurarse el aparentemente invencible poder fujimorista.
Una década después de que terminara la pesadilla, el saldo histórico es aleccionador: quienes resistieron al poder tiránico permanecen vigentes en su lucha por una democracia que no acaba de cuajar.
La prensa no gobiernista, con sus aciertos y errores, está viva y saludable. Pero ellos, que creyeron que el poder duraría para siempre, política y éticamente están muertos.