Por falta de políticas de Estado, que vayan más allá de un régimen, en el país se ha acostumbrado a vivir los últimos años –incluidos los casi tres de la actual administración- de emergencia en emergencia y ahora, con la nueva Constitución, de estado de excepción en estado de excepción, que resulta lo mismo.
Esta atribución constitucional y legal está asignada exclusivamente al Presidente. Por tanto, es su responsabilidad. No es nueva pero durante los últimos años se ha abusado de un recurso excepcional, que refleja que las cosas no mejoran como se quisiera.
La renovación permanente de los decretos es la respuesta al estado de las cosas. El concepto del estado de excepción representa una situación extraordinaria debido a causas que expresamente establece la Constitución: agresión, conflicto armado internacional o interno, grave conmoción interna, calamidad pública o desastre natural (que no existe y por ello debieron poner en Montecristi fenómeno natural, que deviene en desastres políticos, económicos, sociales, etc…).
Para que no quede solo en conceptos, vale la pena citar, en casuística, que Petroecuador vive los últimos tiempos de emergencia en emergencia y ahora de estado de excepción en estado de excepción. Los procesos y los controles internos han mejorado algo pero cada 60 días, como establece el plazo máximo, el Ejecutivo renueva esta declaratoria. El lunes pasado, el Presidente emitió el decreto 101 que renovó, otra vez y ya van cuantas, el decreto de estado de excepción con el mismo argumento de hace tanto tiempo: “una deficiente administración de Petroecuador significaría una pérdida de ingresos para el desarrollo del pueblo ecuatoriano, que puede provocar una grave conmoción interna”.
Se puede colegir entonces que si se dejara de dictar este estado de excepción se produciría la grave conmoción interna. La pregunta es: ¿hasta cuándo este permanente estado de emergencia? La Ley de Seguridad Pública dispone que esta declaratoria será dictada en caso de estricta necesidad, “si el orden institucional no es capaz de responder a las amenazas de seguridad de las personas y del Estado”.
Se ha manoseado tanto este recurso constitucional que puede resultar el cuento del lobo. Cuando verdaderamente aparezca, ante tanta amenaza, a lo mejor ya nadie crea ni sirva su aplicación o se produzcan abusos producto de una situación extrema. El espíritu de esta disposición establece el camino para la suspensión de los derechos, pero en el decreto 82, dictado el 30 de septiembre pasado que declarara la emergencia en Guayaquil, Quito y Manta para enfrentar la inseguridad ciudadana, en forma inusual se puso entre comas “sin suspensión de derechos”, más aún cuando se va a combatir al crimen organizado.