Muchos menores de edad trabajan en las calles durante el verano en Quito. Foto: Archivo / EL COMERCIO
Cuando las aulas se vacían en verano, muchos niños salen a las calles de Quito a vender toda clase de artículos bajo los cegadores rayos del sol ecuatoriano y la luz roja de los semáforos, volviéndose un pilar fundamental de la economía familiar.
Flores, caramelos, frutas, y hasta bonsáis, son algunos de los productos que los menores comercializan en los cruces para ayudar a sus padres con los gastos de la casa, un ritual que durante el año escolar solo se da los sábados.
Helen, de 14 años y residente en la periferia de la capital vende bonsáis. Todos los días llega con su madre y doce macetas variadas para convencer a los conductores.
“Hoy trajimos solo siete porque mi mamá está enferma y no podemos recorrer muchas cuadras”, lamenta la pequeña mientras señala las tres plantas que debe vender.
La niña acaba de terminar octavo grado de educación básica y antes de empezar el noveno en septiembre, acompaña por las calles de Quito seis días a la semana a su madre, que padece cáncer de tiroides.
“¡Cualquiera a doce! Usted cuánto ofrece?”, pregunta a las personas que se acercan a mirar sus diminutos árboles en macetas moradas.
La menor asegura que no le molesta vender y que su ayuda es vital para los ingresos familiares, aunque confiesa que no le queda mucho tiempo para jugar porque regresa agotada.
La jornada laboral comienza a las ocho y concluye a eso de las seis, cuando emprenden el regreso a una casa donde esperan dos niños más, uno de siete que cuida todo el día de una pequeña de cinco.
Su padre se ahorcó hace tres años por un problema con el alcohol.
Cuantificar cuántos menores salen a vender en las intersecciones en Ecuador es una labor prácticamente imposible, y el último estudio sobre trabajo infantil, de 2012, estimaba que el 8,6% de los niños, niñas y adolescentes entre los 5 y 17 años trabajaba.
En el sector rural el porcentaje ascendía al 15,5%, mientras que entre la población indígenas al 29%.
El Ministerio de Trabajo ha declarado este mes “proyecto emblemático” la erradicación del trabajo infantil, aunque en muchos casos la necesidad se imponen a la realidad.
En verano es notorio su incremento en calles de Quito, y ni siquiera los campamentos vacacionales acaban de convencer cuando la necesidad en el hogar es apremiante.
A unas manzanas de la pequeña vendedora de bonsáis, los limpiabotas Paúl, de 12 años, y Mateo, de 10, abordan a los funcionarios de un Complejo Judicial y a ejecutivos de un banco.
“El señor que acaba de pasar siempre los trae sucios pero nunca se deja lustrar”, ríe Mateo después de recibir un “no” rotundo por parte de un hombre que camina apresurado hacia el banco.
Los menores son primos y viven en el barrio de San Carlos, en el norte de Quito.
Delgado y bajito para su edad, Mateo esconde bajo su ropa sucia por el betún una piel reseca por el sol y cuando sonríe, las caries afloran en su dentadura.
El oficio lo aprendió de su hermano mayor, hoy cobrador de autobuses, y el comercio informal de sus progenitores: la madre vende chochos por las calles y el padre helados.
En Quito, la limpieza de zapatos cuesta alrededor de USD 1, aunque Paúl y Mateo suelen bajar a USD 75 centavos cuando ven acercarse las nubes, en un afán comercial de atraer a los últimos clientes y marcharse a casa lo antes posible.
A su regreso, deberán presentar a sus respectivos padres un promedio de 15 dólares, por lo que aprovechan los momentos de mayor concurrencia para reunir la cuota diaria.
En las horas muertas, disputan reñidos partidos de fútbol con otros “vendedores” en un pequeño salón de juegos.
La ley ecuatoriana regula estrictamente el trabajo infantil para que no se interponga en el derecho a la educación, aunque casos como los de Mateo y Paúl quedan fuera por tratarse de empleo familiar.
Para Génesis y Paola, vendedoras de frutas en otro calle de Quito, los vacacionales tampoco son una opción.
“Entramos cuando cambia a rojo y salimos antes de que cambie a verde”, explica Génesis, de 13 años, que sostiene cuatro redecillas de mandarinas, una encima de otra y que vende a un USD 1 la bolsa.
Su prima Paola vende limones y duraznos al mismo precio.
El objetivo, llevar a casa USD 20 diarios, un salario que, día tras día, supone un aporte considerable a la cesta familiar en un país donde el sueldo mínimo es de USD 386 dólares.