La vencedora de los inventos

Édgar Freire Rubio
Librero

Yo me sentaba al filo de la puerta de la tienda. Mis pies colocados en la vereda. Cierra bien los ojos decía mi mamá.

Y a veces me ponía sus manos encima de estos. Cuenta hasta 20 mentalmente era su segundo pedido. Alrededor mío todo eran truenos y destellos de rayos. Un feroz aguacero inundaba el barrio.

San Roque se tornaba gris y reinaba un silencio absoluto. Por delante de la tienda corría un océano de agua que arrastraba todo a su paso. “Abril aguas mil”, musitaba la dulce voz. No temas, era su advocación. Arriba están peleando Dios y el diablo. Ya se cansarán. Abre los ojos y sentirás un milagro.

Y efectivamente, era como si yo estuviera en una barca. La tienda se movía por encima del agua. Veía las casas de mi barrio alrededor mío. Una que otra mirada de algunos niños asomados a una ventana que me miraban alelados. San Roque parecía un tiovivo.

El milagro cesaba paulatinamente; no así el aguacero. La tarde mágica no terminaba. Las manos ágiles de mi madre confeccionaban unos barquitos de papel y un gorro para mi cabeza. De un momento a otro, el niño era un marinero, y los barquichuelos navegaban por el agua hasta desaparecer tristemente en un “caño”.

Un olor comenzaba a inundar el cuarto. Y el sabor ya inundaba mi boca. Era un tostado seco que mi madre hacía en un tiesto. Me lo daba envuelto en un cucurucho de papel. El aguacero iba en retirada.

En el mismo brasero emergía otro efluvio: el romero. Mi madre era hacedera de esa magia. “Era ese rubí detenido en el aire (…) sentía su poder: mantenía a raya a los inviernos…”.

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