La sociedad, mal o bien, se había habituado a vivir bajo la ley, a tomar como referencia a las normas y hasta a trampear a partir de ellas. Se acostumbró también a regirse por los contratos y a considerar los actos de la autoridad para hacer o no hacer. Todo ello tenía un razonable grado de aceptación social. Lo “jurídico” imperfecto y todo fue una especie de valor, de escudo, de alero protector de los derechos, todo ello con los conocidos e inevitables márgenes de fraude, de abuso y de incumplimiento. La nuestra fue, en todo caso, una comunidad normal, y en los últimos tiempos, una sociedad que empezó a anclarse en la Constitución.
En los últimos tiempos asistimos a un proceso de devaluación de la Ley, a una crisis de lo jurídico, que no es casual ni es imputable solamente a la conducta de los ciudadanos, ni a la práctica de la “letra colorada”. Al contrario, se ha difundido por parte de académicos y políticos la tesis de que el “estado de legalidad” ha sido superado, que vivimos el tiempo de los derechos, que la interpretación constitucional autoriza a obrar discrecionalmente, que sobre las normas están las aspiraciones sociales, que las sentencias deben “modular” los derechos y los efectos de su aplicación en función de los actores, las etnias, etc. Se ha llegado a decir que la ley es un “producto burgués” en el mejor estilo de las nostalgias revolucionarias.
La devaluación efectiva del Derecho empieza a dar frutos precoces y amargos, como era fácil suponer. Hay varios damnificados por el torbellino que está demoliendo pausada y constantemente a la legalidad, uno de ellos es el Estado, cuyas actividades, obras y políticas se han visto también desprovistas del escudo de la ley. Los ciudadanos, por supuesto, han quedado inermes frente al poder, y desprotegidos ante la práctica que se ha generalizado de “legislar” o interpretar por reglamento, por instructivo y hasta por página web. La seguridad jurídica, otro concepto “burgués”, pero esencial para la vida en cualquier sociedad civilizada, ha quedado seriamente dañada. Ya no existe más, sino como argumento de abogados ingenuos que aún creen en el Estado de Derecho.
La consecuencia de fondo es que el deterioro de la legalidad, la antipatía a las normas y su constante reforma e interpretación caprichosa, están perjudicando a la protección de los derechos de las personas, que, según dice la Constitución, es la principal tarea del Estado. Resulta, pues, que la teoría neoconstitucionalista del “derecho dúctil”, de los “principios” puestos en manos de los jueces, está conspirando gravemente contra los fundamentos y los fines del Estado que inauguraron los mismos neoconstitucionalistas criollos, todo esto porque “una cosa es con guitarra y otra cosa es con violín”, una cosa son las teorías y otra la realidad, una cosa son los discursos y los foros, y otra lo que va marcando la vida.