Los ‘vale hostia’ y otros equipajes

Rubén Darío Buitrón EL COMERCIO

Esos hombres de rostro sencillo y chompa negra y pantalón azul y camiseta color turquesa y ojos anochecidos son como psicólogos y consejeros, como guías de turismo y orientadores.

“Los ‘vale hostia’ son ecuatorianos que llegan y  tratan a los demás como a ellos los tratan allá…
Joaquín ChavarríaEsos hombres conocen tanto a los pasajeros del aeropuerto Mariscal Sucre de Quito que han llegado a dividirlos en tres categorías: los despistados, los desconfiados y los habladores.

Esos hombres que trabajan 24 horas seguidas saben mucho de conductas y reacciones y actitudes muy humanas. Y también inhumanas.

Los pasajeros “vale hostia” le disgustan mucho a Joaquín Chavarría, un costeño de 53 años, porque siendo ecuatorianos (muchos de ellos cholos, indios y negros) regresan de España con el insoportable dejo de quienes no son de aquí ni son de allá…

Joaquín es uno de los 44 miembros de la Asociación Autónoma ‘2 de enero’, fundada hace 13 años en el aeropuerto Mariscal Sucre. Él no entiende por qué los emigrantes son tan particulares y tan parecidos entre sí: maltratan al personal del aeropuerto, nunca dan propina, prefieren llevar ellos mismos las maletas para no pagar el servicio, se dirigen con palabras soeces a quien intenta ayudarlos e intentan parecer lo que no son: españoles.

Marco Ordóñez, de 37 años, otro miembro de la asociación, es menos crítico con los   “vale hostia” porque entiende que a ellos les ha tocado fingir y asumirse como ciudadanos de ese país   para no sentirse relegados, discriminados, maltratados.

Y como conoce a muchos “españoles-españoles” –así los llama- tampoco le sorprende que quienes llegan desde allá sean altaneros, exigentes y arbitrarios.

A él, que nunca ha viajado en avión ni a Guayaquil, le han contado que los nativos de ese país “exigen mucho a cambio de nada o casi nada”. Y lo comprueba todos los días.

España es un referente clave en la cotidianidad del trabajo de los maleteros, así como lo es en la propia cotidianidad del aeropuerto. Viajar a ese país o volver de él implica lágrimas, emociones fuertes, dolor, expectativa, alegría.

Implica, por ejemplo, que un pasajero que regresa 10 años después salga corriendo de los filtros y controles, cruce la sala de recibo, atraviese la puerta, se arrodille en el andén y bese el asfalto porque al fin está en su patria… Ya vieron a algunos cumpliendo el ritual.  Implica que otro pasajero llegue y mire a todo lado en busca de su familia y que empiece a mostrarse desconcertado y triste porque no lo han venido a recibir después de tantos años.

En realidad,  en esta historia, los parientes están allí, casi a su lado, sin poder reconocerlo porque en 15 años se cambia mucho, el paso del tiempo cubren el rostro con un velo de distancia, las arrugas y las canas y las libras en exceso también configuran otra persona en la misma.

O implica que “venga todo el pueblo” a recibirlos,  porque mientras más humilde es la persona más novedad, más entusiasmo, más cariño, más asombro, más sorpresa hay en cada uno de los rostros que llegan con sus abrazos y sus lágrimas y sus carteles y sus globos y sus ramos de flores y su cualquier cosita para demostrar al recién llegado cuánto lo han extrañado en estos años.

O implica dar testimonio de la violenta ruptura emocional que significa mirar cómo un niño debe desprenderse de la protección y el amor de sus abuelos porque ha regresado su padre o su madre a llevárselo y quizás nunca más sea posible compartir ese cariño tan esencial.

A Francisco Buitrón, de 29 años, se le parte el corazón cuando le toca presenciar esas escenas. Mientras empuja el coche donde van las ocho maletas, él dice que  le duele el despojo, el vacío, la incomprensible inequidad del amor que no se puede dividir en partes iguales. Le duele como si la víctima fuese él mismo, como si su propio hijo fuera objeto de semejante ruptura. 

Juan Coello, de 64 años, intenta mirar las cosas con perspectiva más ligera. Ríe cuando recuerda la llegada de un hombre joven que se acerca a uno mayor y le dice coloquialmente “qué más, tío…”, y el mayor le responde “¡cómo que tío. Soy tu padre!”.

Y ríe también cuando mira que la esposa o el esposo se despiden con una conmovedora tristeza y una estremecedora ternura de su esposo o esposa pero al otro lado, en el counter, están esperando la amante o el amante con estremecedora alegría y conmovedora ternura…

A Julio Ácaro, de 53, le ha tocado cargar las maletas de bellísimas jóvenes ecuatorianas, de no más de 25 años, que regresan de Barcelona o Alicante o Murcia o Madrid a visitar a sus familiares y presentarles al marido español de más de 70 años.

Julio no juzga ni critica. Solo mira. Como todos sus compañeros miran, observan, cargan los pesos de equipajes que no solamente son materiales.

A ellos les parece, aunque no lo digan, que la nostalgia y la ansiedad y el olvido son pesos mucho más difíciles de llevar. 

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