Cada vez que el Presidente Álvaro Uribe se atora en las cuerdas de su conciencia y dilata la decisión a sus pretensiones reeleccionistas me lo imagino a unos centímetros de la línea de partida sosteniendo en ambas manos la correa que ata los collares de sus galgos preferidos.
Detrás de él, desconcertados, maniatados por la indecisión, remolonean los precandidatos. Todos maniatados por el capricho del hombre a quien le ha importado un bledo modificar la Constitución para beneficiarse y beneficiar a su círculo de poder. Ninguno de ellos cuenta con la ventaja de tener las patas delanteras en la línea de partida. Ninguno tiene el privilegio de estar protegido por la correa del Presidente. Los galgos tienen la respiración acezante y despiden por los belfos el líquido que despiden los ejemplares de su especie cuando se disponen a correr tras la pieza. Cuando el Presidente suelte la correa y dé el disparo, el galgo tendrá unas cabezas de ventaja. Sus rivales, si deciden correr, habrán perdido bríos en medio de esta formidable estrategia de distracción y desgaste.
Los precandidatos no se atreven a emplearse a fondo. ¿Para qué? A medida que corre el tiempo tampoco se atreven a formalizar alianzas, pues no saben si deberán enfrentar al aspirante mayor o jugársela con uno de los galgos que él mantiene encadenados.
Saben, además, que el Gobierno maneja poderosos instrumentos que pondrá a disposición de la reelección o del galgo consentido: un Congreso que legisla a pupitrazos; un Procurador que fabrica investigaciones a los opositores; unos servicios de inteligencia capaces de repetir los métodos de espionaje que les conocemos; un asistencialismo populista que no mitiga el hambre ni fortalece la salud, pero crea consistentes nichos clientelistas que refuerzan la imagen de Uribe.
Un nuevo triunfo será un fracaso para el alma de esta sociedad, cada vez más tolerante con hechos que serían motivo de vergüenza, destitución, renuncia o cárcel en países medianamente respetuosos de la decencia civil. ¿Cómo no va a enfermar el alma de una sociedad si su Gobierno dice que no se puede equiparar al agente del Estado que comete crímenes con terroristas que cometen crímenes, aunque ambos tengan el propósito de eliminar un número cada vez más grande de enemigos? ¿Cómo no va a indignar si el Gobierno y su Congreso dicen que las víctimas cuentan menos que sus verdugos? ¿Cómo no va a enfermar el alma si un ministro protege con leyes de impunidad a los congresistas que se alían con los criminales? Comprensible: son los congresistas que le van a dar el sí al referendo reeleccionista.
Se busca una perversión más grande que la de este régimen de impunidades, repetidas viciosamente: que la línea de sucesión al trono esté limpia de obstáculos.
El Tiempo, Bogotá, GDA