La democracia no se agota en las elecciones, ni se reduce al discurso, ni es palabrería vana. Es, ante todo, tolerancia, generosidad para admitir que el “otro” tiene derecho a hablar, a discrepar, a proponer, y que, a lo mejor, tiene razón. Es la posibilidad de entender que la verdad no es patrimonio de una persona, ni de un partido o movimiento; que la política y el poder no son religión, y que las doctrinas no son dogmas.
Democracia implica practicar aquello de que ciudadanía es dignidad y no obediencia. Que la sociedad no está hecha de la uniformidad de los sometidos ni de la alabanza de los adeptos, y que, esencialmente, es diversidad de pensamiento. Que la República no es unanimidad, al contrario, que es diferencia en las visiones sobre los temas de interés público. Que es la posibilidad de hablar, escribir, soñar o proponer lo distinto. Democracia es admitir y respetar la libertad de pensamiento y de expresión, como medios para crear “opinión informada”, que es precisamente lo opuesto a la opinión inducida.
Paradójicamente, la democracia liberal, tiene parentesco con las herejías. Es una herejía frente al poder. Así nació en los tiempos del absolutismo que era dueño de la verdad, de las haciendas y de las vidas. El autoritarismo, y todos los “ismos” que le rodean, al contrario, son hijos de la extrema ortodoxia, del dogmatismo y de la intransigencia, que no es mérito, sino esencial y peligroso defecto, porque transforma al poder en adversario de las personas, y al pueblo en materia prima de cuantos ensayos se han intentado para construir “la felicidad” desde la negación de la libertad.
La “salvación del pueblo” y la “felicidad de la gente” han sido, desde los viejos tiempos de Maquiavelo, algunos argumentos inventados para legitimar, y perpetuar, la dominación. Y han sido fórmulas de la alquimia política destinadas a convencer de que la libertad es derecho prescindible y transable, a cambio de los dones que ofrece el poder. El punto central del debate –si semejante posibilidad aún sobrevive- es ese: las libertades y sus riesgos, o la seguridad y sus silencios; los incómodos derechos y la obligación de respetarlos, o la paz del sepulcro.
La democracia, si se la mira más allá de la simplificación de las elecciones, y con distancia de las deformaciones plebiscitarias, resulta tema complicado, lleno de riesgos y problemas, porque, enfocada desde la riqueza espiritual que agregó a ella el liberalismo, surge, inevitable y perturbador, el asunto de la tolerancia, que contrasta con los visiones monopólicas y excluyentes que apuntan a inaugurar, sin discrepancia y solo con unanimidades, el nuevo modelo, el nuevo pensamiento y, en el colmo de la audacia, el “nuevo hombre”, hecho a imagen y semejanza de las doctrinas que atraviesan las simplificaciones de la propaganda y las abdicaciones de los “intelectuales”.