El exaeropuerto Reales Tamarindos es ahora albergue de algunos de los damnificados del terremoto del 16 de abril. Foto: Pavel Calahorrano / EL COMERCIO
Durante la mitad de su vida, Eulalia Espinel, de 44 años, ha vestido a cientos, quizá a miles, “gente importante, incluso a reinas de belleza”. Mientras lo relata, con las yemas de los dedos índice y pulgar toca la camiseta de algodón que lleva puesta. Fue una donación, son prendas de segunda mano, como todas las que guardan en cajas de cartón.
Ella que tenía tanta ropa confeccionada a su gusto muestra que las únicas pertenencias de su familia son esas cajas, más cuatro colchones, un ventilador, pañales, dos juguetes y una docena de botellas de plástico de varios tamaños, que usan para recoger agua para lavar la ropa en una tina. Su mundo ahora cabe en el interior de una carpa para seis personas.
Debajo de escombros quedó el esfuerzo de dos décadas: 14 máquinas industriales para confeccionar ropa. Además 150 trajes, entre ellos uno para una novia y otro para una quinceañera, por los que esperaban cobrar USD 600 y 320 respectivamente. Las clientas ya se probaron los vestidos. En tres pisos, en donde habitaban, cosían y exhibían la ropa, había además cuatro televisores, nevera, cocina, lavadora, muebles de sala, comedor, dormitorio, entre los que destaca la cuna de la nieta de 1 año y dos meses. Una persona les preparaba la comida.
El padre de este hogar de seis integrantes, que incluye a dos hijos 23 y 24 años; la hija de 21 y madre de la nieta, es Milton Obando. Él cumplirá 60 años el lunes 9, en este albergue ubicado en el exaeropuerto de Portoviejo. Bromea preguntando si alguien le traerá una torta. En el exaeropuerto los Reales Tamarindos viven 1 085 personas, de 266 familias, 37 de ellos niños de 0 a 3 años; 72, de 4 a 12; seis integrantes, que incluyen la hija de 21 años y madre de la nieta; 87 adolescentes de 13 a 18; 176 adultos de 19 a 28; 371 de más de 29; 35, de más de 65 años.
Luego de las 17:00, pese a que oscurece, algunos niños pasean en bicicletas en lo que fue la pista de la terminal aérea; se escuchan también risas de adolescentes que miden fuerzas tirando de sus brazos en lados opuestos, ubicados en hileras; también se oyen las palabras de un grupo que intenta dejar un mensaje cristiano, con actividades lúdicas.
La vida, tal como la conocieron familias como la Obando- Espinel, quedó sepultada tras el terremoto de 7.8 en la escala de Richter. Esas certezas que tenían quedaron bajo las paredes del edificio de cinco plantas, que se desplomó en otra ‘zona cero’, la del centro comercial de Portoviejo, en la 9 de Octubre y Ricaurte.
En una silleta plástica, ubicada en el acceso principal de la carpa, Obando pide ayuda. Quizá alguien tenga una máquina de coser vieja que quiera donar. Ese sería un primer impulso para que este hombre empiece de cero.
En otra carpa, a metros de ese lugar, Darwin García, juega diciendo que ya tiene 120 madrinas para el bebé que espera su pareja, Rocío Rodríguez. Si cada una le diera cierta cantidad de dinero podría restablecer su negocio como vendedor de pescado. Quisiera un crédito del Gobierno, para comprar lo que perdió, como tinas térmicas. Por ahora no hace nada; tanto él como su mujer, en el día buscan sombra para protegerse del sol, que vuelve un infierno la carpa de lona, que no filtra agua, pero que se sobrecalienta en una ciudad con más de 25° C.
A las 05:00 se despiertan, cuando la delegada del Ministerio de Inclusión Económica y Social les reparte tickets para que accedan a las tres comidas diarias. El desayuno se sirve de 07:00 a 08:00; el almuerzo, de 12:30 a 14:00; y la cena, de 18:00 a 19:30. Dos colchones, dos fundas con ropa nueva para el bebé, que por ahora se llama Daniel, es lo que poseen. Alquilaban un lugar en Crucita. No saben qué será de su futuro.
A la hora de la cena, entre mesas y silletas plásticas, aparecen William Zambrano, de 23, y Betty Velasteguí, de 34. Son los padres de Brittany y Cristel, de 4 y 2 años. Luego de hacer una fila para que sus tickets sean cambiados por comida reciben tortilla de verde en tazones plásticos, vasos con aromáticas y un plátano.
El rostro de William se contrae cuando pide visitar la Ciudadela Paz, para observar lo que quedó de la herencia de su padre: una casita de dos plantas, de cemento y madera en ruinas. No recuperaron más que zapatos y algo de ropa. La tele se partió en dos. Él desde el miércoles salió con su triciclo a vender frutas, el primer día hizo USD 7 y el segundo, 12. Sabe que es poco para levantar otra casa, pero por algo se empieza.
La vida dentro de una carpa
Un grupo de adolescentes juega en el antiguo aeropuerto Reales Tamarindos, en Portoviejo. Foto: Pavel Calahorrano / EL COMERCIO
En una de las carpas donadas por la Agencia de las Naciones Unidas para los Refugiados vive Miltón Obando con su esposa y sus hijos. En la foto, Daniela, una de sus hijas. Foto: Pavel Calahorrano / EL COMERCIO
José Bermejo, su esposa y sus hijos, Cyndy y Cristhofer, viven en el albergue del exaeropuerto Reales Tamarindos de Portoviejo, Manabí, después del Terremoto. Foto: Pavel Calahorrano/ EL COMERCIO
Un grupo de adolescentes juega en el exaeropuerto Reales Tamarindos de Portoviejo, Manabí. Foto: Pavel Calahorrano / EL COMERCIO
A hora de la cena todas las familias se reúnen en el comedor del albergue ubicado en el exaeropuerto Reales Tamarindos de Portoviejo, Manabí. Foto Pavel Calahorrano/ EL COMERCIO
Milton Obando, esposa, sus hijos y sus nietos vive en una de las 185 carpas donadas por la Agencia de las Naciones Unidas para los Refugiados. Foto: Pavel Calahorrano / EL COMERCIO
Llega la noche en el albergue del antiguo aeropuerto Reales Tamarindos, en Portoviejo. Foto: Pavel Calahorrano / EL COMERCIO
José Bermello y María Vélez, de 52 años, llegaron al albergue con sus hijos Cindy y Cristhofer, de 19 y 16 años. Vivían en el paso lateral de Manabí. Desde el año pasado habían comenzado a levantar una propiedad, cuyas paredes se fueron al piso. La mayoría de sus pertenencias siguen allá, temen que se pierdan. El padre tiene discapacidad debido a que se electrocutó y sus dedos quedaron sin movilidad.
Su carpa está provista de televisor, radio y dvd. Todo está colocado sobre el suelo. Ven las noticias desde el colchón, ubicado en frente. No saben hasta cuándo se quedarán en este albergue. Se quedaron sin nada, incluso sin la privacidad de la que se goza en casa, propia o alquilada. Aunque Bermello apunta que muchos han perdido más, con la muerte o desaparición de familiares. Cree que hay que adaptarse a los cambios, podrían pasar meses y hasta un año en las carpas, a las que su esposa llama ‘hornos de pan’. En el 2004 Bermello se electrocutó y los dedos de sus manos se deformaron. “Ahí vamos, la vida sigue, no hay que mirar atrás. No podemos quejarnos”, recalca.
Él es parte de un grupo de coordinadores, que busca salidas a dificultades que se presentan en la barriada, que representa esta agrupación de carpas. En esta semana instalaron la primera ducha, para dejar atrás los botellones de agua para bañarse. Su esposa se unió al grupo encargado de cocinar, quiere ser útil y no dejar que pase el tiempo sin hacer nada. Sus hijos han hecho más amigos, ellos se han adecuado mejor a este cambio, que provoca terremotos en incontables vidas: la gente no solo perdió bienes sino también trabajos, rutinas, certezas…