Cuando alguien habla de su honradez insobornable, de su moralidad a toda prueba, de su comportamiento invariablemente ético no puedo dejar de experimentar una cierta sensación de sospecha. Quienes proclaman su propia rectitud y probidad a los cuatro vientos me recuerdan a aquellas personas que exhiben sin pudor su masiva musculatura para demostrar que son hombres…
En La Ilíada, Homero nos mostró que la hombría no consiste en tener músculos grandes, sino en hacer algo que tenga un sentido profundo, aunque aquello resulte arriesgado y peligroso. Los verdaderos hombres no hablan con palabras sino con actos, nos dice.
Esas acciones son deliberadas y bien razonadas, pero también están inspiradas por algo que los griegos llamaban ‘thumos’, es decir el deseo de autoafirmación de un individuo, su voluntad por destacar, por dejar una huella de honor y de gloria.
En el campo de la moral ocurre lo mismo que en el de la hombría. Una persona ética no es la que se autoproclama la más recta y buena de todos los demás. Alguien con una naturaleza así de noble ¿para qué necesitaría de la ética o de la moral?
Los principios éticos y morales son precisamente para que nosotros los comunes mortales -personas que cometemos faltas- llevemos una existencia justa. Por tanto, una persona moral no es alguien con una vida supuestamente impoluta, sino aquella que reconoce su error, paga un precio por él y se decide a no repetirlo jamás.
Desde la primera vez que escuché a los miembros de este Régimen me impresionó la facilidad con la que se autodenominaron los portaestandartes de la ética y la moralidad. También me llamó la atención la ira con la que denunciaron los desafueros de los demás.
Ahora que algunos de ellos atraviesan por serios dilemas morales a causa de la muerte de Natalia Emme, he visto con decepción que no son tan severos para juzgarse a ellos mismos, sino que se escudan en subterfugios legales.
Si los miembros de este Régimen nos quisieran dar una verdadera lección de ética a los ecuatorianos, debieran ellos primero reconocer sus errores, pagar un precio por ellos (renunciando a sus cargos, por ejemplo) y no volver a cometerlos más. Ese sí que sería un enorme ejemplo de hombría y moralidad para nosotros y para las jóvenes generaciones.
Poetas como Robert Frost han dicho que, en el fondo, siempre sabemos qué es lo correcto o incorrecto. El dilema que hemos enfrentado ha consistido, más bien, en tomar o no ese camino adecuado, porque a veces aquella opción entraña costos personales.
¿Quieren los miembros de este Régimen vivir según los valores morales y éticos que dicen practicar? Es hora de que lo muestren con hechos.