Una todavía imprecisa cantidad de muertos entre policías y manifestantes, así como decenas de heridos, desaparecidos, presos y un dirigente en la clandestinidad, dejaron los violentos choques ocurridos hace poco en la Amazonia peruana, a consecuencia de las protestas contra leyes que, según los nativos, afectarían gravemente a la existencia cotidiana y a la biodiversidad en ese frágil ecosistema.
Al inicio, el régimen del presidente Alan García se mantuvo implacable frente a los reclamos de los pobladores de la zona de Bagua y pretendió imponer su decisión por encima de diversos puntos de vista que le pedían ser más cauto y prudente, en especial considerando la delicada situación en la región selvática, donde al menos el 70 % de tierras se ha concesionado a empresas mineras y petroleras, desplazando a innumerables grupos nativos.
Antes de que estallara el conflicto, hubo siete semanas de violentas protestas que originaron respuestas duras, sin considerar otras sensibilidades ni opiniones. En el mismo estilo intolerante de los actuales gobiernos de los países andinos, García atacó duramente a medios y periodistas -entre ellos, al prestigioso Gustavo Gorriti- que le pedían tomar las cosas con calma y tener una visión menos cortoplacista. Una vez ocurrida la tragedia, el Régimen retrocedió y tuvo que derogar las llamadas “leyes de la discordia”. Al mismo tiempo, lanzó una acusación que es necesario tomar en cuenta: habría injerencia externa para tratar de causar inestabilidad.
La historia, una vez más, deja lecciones no solo para el Régimen peruano sino también para otros gobernantes de la región, que deberían dejar a un lado su intolerancia y abrir un amplio diálogo social que impida la creciente agudización de las tensiones internas.