El teatro que, opuesto al comercial, no está hecho para los grandes públicos recibe los nombres de teatro arte, experimental, independiente o de culto. Los términos provienen de una retórica de los setenta que llega hasta nuestros días y sume al movimiento teatral en un bifrontismo. Una cara muestra la libertad de creación artística y la otra, el entretenimiento.
‘El pecado del éxito’, del teatrista argentino Marcos Rosenzvaig, plantea este debate y forma parte del mismo. La pieza, en temporada en el Patio de Comedias, cuestiona con ironía al fracaso, a la fama, la frivolidad y la intelectualidad, en una sociedad dispuesta a cualquier cosa para conseguir el éxito (léase dinero).
Estructurada como una comedia dramática (género más proclive al cine y la TV), ‘El pecado del éxito’ cuestiona desde la complejidad de sus personajes y de sus relaciones. Un dramaturgo de culto, víctima de un bloqueo creativo, en permanente angustia por la muerte y cuyas obras han sido escasamente leídas (Diego Naranjo) discute con un productor próspero y ambicioso, guiado por la lógica del mercado y el gusto del público (Jaime Andrés López).
La escena da una alta intensidad cómica al inicio de la representación: el autor, de corporalidad tensa, es contrapunto del empresario vivaz y relajado, que en esta versión es un paisa pícaro.
Un recurso imprescindible para la comedia es que la cotidianidad se rompa con un hecho sorpresivo, que desvíe el orden lógico de las acciones. En esta línea, ‘El pecado del éxito’ inserta una solución de ciencia ficción a los problemas del autor: una máquina que borra todo su conocimiento y le ayudará en la escritura de obras ‘exitosas’.
La doctora Idiosa (Juana Guarderas) es la creadora del artefacto; su personaje reúne las características del ‘científico loco’: el vestuario extravagante y la actitud impulsiva. El otro personaje femenino es la esposa del escritor (María Beatriz Vergara), una mujer superficial, cuya vida también se transforma por intercesión de la fantástica máquina, asumiendo conocimientos, posturas y vicios.
Durante la interpretación, cuesta alejarse de los personajes tipo, pero termina por imponerse el conflicto interno; el elenco deja ver estados emotivos y reacciones gestuales. A momentos se da un destiempo entre acción y palabra. La mecanización de las acciones, aunque es un recurso válido para el humor, se vuelve evidente y pierde gracia. Mientras que la adaptación del texto, que funciona en la identificación con el espectador, cae en el abuso de acentos y coloquialismos.
El montaje, de Susana Pautasso, se plantea como una sucesión de cuadros; el inicio de cada uno no supone un corte en el ritmo, pues las acciones siempre están en desarrollo. La melodía reiterativa y la oscuridad parcial ayudan (dada la ausencia de una escenografía ilustrativa) a que el espectador identifique los cambios espaciotemporales.
La puesta en escena va de la intensidad cómica a la quietud reflexiva, las acciones ceden ante los cuestionamientos y el humor es supeditado al drama. Así, el protagonista ha de terminar haciéndose una pregunta, que bien valdría aplicar en la búsqueda de una identidad propia del teatro ecuatoriano: “¿Quién soy?”.
Las funciones son de jueves a sábado a las 20:00, y los domingos, a las 18:00. El costo del ingreso es de USD 10, 7 y 5.