Juan Tenesaca, de 75 años, labora en su telar en el pueblo de Manza-napata. Foto: Xavier Caivinagua /EL COMERCIO.
Los coloridos bordados de los contornos de su camisa y de la cushma (especie de poncho) se destacan en la vestimenta de Juan Tenesaca Aguaisa, de 75 años. Es el último indígena que maneja los telares en Cañar.
Por su habilidad y conocimientos, este cañarejo de la comunidad de Manzanapata, parroquia Chorocopte, fue uno de los 12 ganadores del Concurso Nacional de Patrimonio Cultural Inmaterial del Ministerio de Cultura y Patrimonio, que se realizó el año pasado.
Manzanapata es un pueblo con casas de adobe y pequeñas huertas de habas y papas. Parece que nadie lo habitara. A las 10:00 del pasado martes, en ese silencio apareció Tenesaca caminando a paso lento hacia su casa. Miraba al suelo y llevaba una funda con medicamentos.
Pese a la diabetes y a la presión alta que lo aquejan sigue laborando en el tejido, una actividad que la aprendió cuando tenía ocho años. “Mi padre castigándome con beta me obligó a aprender”.
También, recuerda que cuando era joven lo llevaron para que trabajara tejiendo en el Banco Central, en Quito. Esa tarea casi no se concretó porque las autoridades querían a un cañari completo y Tenesaca se había cortado la trenza porque en el colegio no le permitían tener el cabello largo.
Pero su padre le consiguió una peluca y demostró su capacidad. Él mantiene la técnica ancestral que se basa en el uso de herramientas ancestrales, tinturados naturales de los hilos con flores, plantas, semillas… y trenzados especiales.
De esa forma elabora fajas, cushma, ponchos, bolsos… con figuras indígenas, animales, sol, cruces, entre otras.
Tenesaca no quiere morir hasta encontrar por lo menos a una persona que aprenda a la perfección su técnica. Por ello, desde agosto pasado comparte sus conocimientos con 30 habitantes de su comunidad.
El Ministerio de Cultura le paga USD 300 al mes por las dos horas de clases que imparte durante cinco días a la semana. El taller se dicta en la casa comunal y la primera fase terminará en noviembre próximo.
De las paredes penden los 30 telares de cintura elaborados por Tenesaca. Son pedazos de madera con formas especiales y tienen kichwas como illagua, pellodor, tengues, chaperche…. Entre ellos pasan los hilos.
Para tejer, la cuerda del telar queda sujeta a su cintura con el chaperche, que es una especie de cinturón de cuero. Él se sienta en un taburete pequeño y de forma prolija maneja decenas de hebras de hilos con las que elabora una faja de 40 centímetros de ancho. Para cada prenda tiene un telar diferente.
Su yerno Luis Morocho, de 40 años, es uno de los alumnos. Él se siente orgulloso porque está perfeccionando las técnicas con el artesano insigne de Cañar. “Tiene sabiduría, ingenio y capacidad para crear las figuras más inesperadas”, dicen Morocho y sus compañeras Anita Guamán y Laura Pacheco.
Tenesaca es sencillo y su única exigencia para trabajar es una pared. En su humilde casa de adobe, el taller está en el patio, en un espacio de tres metros cuadrados cubierto con plásticos. Su esposa Baltazara Tenesaca también teje, cuando le queda tiempo de los oficios de la casa y la agricultura.
Juntos tuvieron cuatro hijos y solo uno aprendió la técnica ancestral de tejer. Pero hace siete años emigró a Estados Unidos. Según el artesano, de vez en cuando teje para enviarle al exterior porque “allá un poncho es como una golosina de nuestra cultura y pagan –sin pedir rebaja- USD 700”.
En Cañar esa misma pieza se vende entre USD 70 y 150, el sencillo. Tenesaca viajó a Argentina, Bolivia, Perú, Colombia… y dice que en ninguno de esos países utilizan su técnica.