Flavio Paredes cruz
Redacción cultura
Sobre la calle Espejo, sostenido de las paredes color taxo y palo de rosa, está el rótulo: BOLÍVAR. De los extremos de cada letra resbala un rastro de óxido. A medida que se lee el nombre, se siente algo de nostalgia, mientras al recuerdo asoman las imágenes que muchos vieron por televisión: las llamas del voraz incendio de 1999 (Pizza Hut no se ha hecho responsable del suceso).
Los pasos para la restauración
El Teatro Bolívar ha recibido del Fonsal USD 291 000 y la gestión de la Fundación ha invertido un monto similar.
Para rehabilitar el teatro, y que quede como antes del incendio, se necesitan USD 3 millones. Para adecuarlo a la necesidad de un escenario actual, la cifra se duplica.
El apoyo del Gobierno alemán ha sido importante. Gracias a sus USD 65 000, se concretó el revestimiento térmico y acústico.
Para conocer la formas en las que se puede aportar en la readecuación, ingrese a www.teatrobolivar.org. Y asista a las funciones.Allí, en la calle, se quedan las voces de los comerciantes, el aroma de los almuerzos ejecutivos, la bocina característica del trole. También continúan su trajinar diario los cientos de personas que transitan por el Centro Histórico de Quito, sus caras diversas, únicas.
Dentro, un aire romántico se prende de las paredes descascaradas, del hollín que pinta el tumbado. Las astillas de las vigas y los rotos capiteles de las columnas neoclásicas congelan la percepción del tiempo. Con una mirada hacia atrás, se vuelve a 1933, cuando César y Carlos Mantilla Jácome abrieron las puertas del escenario, construido por la firma estadounidense Hoffman & Henon .
“El Teatro Bolívar se ha hecho de la historia de Quito y la historia de Quito se ha hecho mucho del escenario del Bolívar”, señala Bernardo Mantilla, director de la Fundación que lleva el nombre del escenario. Y añade: “32 millones de personas han pasado por esta sala durante 75 años”.
El crujido de las tablas secas advierte sobre la presencia de alguien más deambulando por esos rincones. Al sonido acompaña, acaso, una sombra furtiva, un olor a ceniza que siempre está ahí, el aleteo de alguna paloma.
Los pasos son lentos, a veces se arrastran… bajo un rayo de luz, que se cuela por algún orificio del techo aparece Segundo Bohórquez. A veces conserje, a veces tramoyista, este personaje encontró, hace 50 años, en la soledad de la sala vacía, su compañía.
Siguiendo sus pasos, los nuestros se desvían hacía corredores y escaleras que el espectador no alcanza a ver. Cada grada es un sonido rechinante, un sacudón de polvo. A un par de huesos y una calavera que advierte peligro, se suman puertas falsas y pesadas cortinas que impiden el paso.
Entre esos rincones, una llave que don Bohórquez saca de su bolsillo abre la puerta al cine de época, no a las imágenes, sí a las latas de película y a los proyectores de 35 mm, que de jueves a domingo, en tres funciones diarias presentaban los grandes clásicos. En una larga galería, algunos de los artículos están fichados y mantienen su color original, otros han dado lugar al ocre del óxido.
En otra habitación, en el último piso del edificio, al amparo de un techo de zinc, reposan caballetes, fragmentos de escenografías, botellas, apliques decorativos de yeso, tres butacas carcomidas por el tiempo y en la pared una estampa de San Cayetano, patrono de quienes buscan trabajo.
Pero también hay otra faz del Bolívar, una que sopla esperanza y que poco a poco devuelve el esplendor a este monumento de la cultura. Es una cara que empieza a verse en el tercer piso, con las columnas remozadas y en el revestimiento térmico y acústico que ahora envuelve la sala. Bohórquez ve el avance y no puede disimular su contento, su sonrisa.
La platea dibuja sus sombras entre los palcos laterales, definidos por arcos de medio punto. Sentado en una butaca de la última fila, el espectador repara, sobre él, en algunas varillas torcidas; son los rezagos de lo que fuera el palco superior, con cuyos asientos se sumaba una capacidad para 2 400 personas. Una cifra que convirtió al Bolívar en el primer escenario para eventos magnos en la costa del Pacífico.
Bohórquez, con saco de lana y pantalón casimir, se mueve por el corredor de la sala, sube al escenario y camina por las escaleras en zigzag que llevan a los camerinos y conducen, finalmente, a la tramoya, a las cuerdas, a las poleas. El hombre septuagenario se funde con la oscuridad, cómplice silencioso. A la par, el Bolívar camina hacia la rehabilitación del bien patrimonial y a la consolidación de su espacio cultural.