Se dice que el turismo es la industria sin chimeneas. Aunque trillada, la frase es muy certera. Los casos de España, Italia y, mucho más cerca, del Perú, son paradigmáticos.
Como toda industria, el turismo debe cumplir con ciertas normas para su buen funcionamiento y para atraer más turistas cada año. La seguridad es, talvez, la más importante, pues de ella depende en gran medida el auge o el derrumbe de esa veta.
Quito se inscribe dentro de esas ciudades privilegiadas, que son buscadas con asiduidad y hasta ha recibido reconocimientos mundiales. Su magnífico Centro Histórico -las 220 manzanas mejor conservadas de Latinoamérica- es su mejor aval.
No hay que olvidar que la ciudad tiene 130 edificaciones monumentales (donde se aloja mucho de su arte pictórico y escultórico, principalmente de la muy afamada Escuela Quiteña) y 5 000 inmuebles inventariados como bienes patrimoniales.
Además, cuenta con un sinnúmero de atractivos, naturales y recreativos, que la vuelven un poderoso imán turístico.
Sin embargo, no todo tiene sabor a dulce. La seguridad está fallando. La Mariscal, por ejemplo, tiene colgado un enorme cartel de zona roja. Subir a El Panecillo tiene riesgos.
Esta inseguridad tiene aristas peligrosas para el futuro turístico de la capital. El Municipio actual ha hecho bastante, pero falta mucho todavía.
Como se sabe, tanto las bondades como las falencias de una urbe se expanden en proporción geométrica y crecen como una bola de nieve en una bajada.
Esta es una de las tareas pendientes para la nueva administración.