Mario Vargas Llosa, en su última novela, ‘El sueño del celta’ relata los horrores de la explotación del caucho en El Congo y en el Putumayo, a finales del siglo XIX y principios del XX. En alguna de sus páginas cuenta cómo “Stanley y sus acompañantes debían explicar a esos caciques semidesnudos, tatuados y emplumados, las intenciones benévolas de los europeos: vendrían a ayudarlos a mejorar sus condiciones de vida, librarlos de plagas, educarlos y abrirles los ojos sobre las verdades de este mundo, gracias a lo cual sus hijos y nietos alcanzarían una vida decente, justa y libre’ Stanley hacía firmar a caciques y brujos unos contratos escritos en francés, comprometiéndose a prestar mano de obra, alojamiento, guía y sustento, a los trabajos que la Asociación Internacional de El Congo, en los trabajos que emprendieran para la realización de los fines que la inspiraban. Ellos firmaban con equis, palotes, manchas, dibujitos sin chistar y sin saber qué firmaban ni qué era firmar, divertidos con los collares, pulseras y adornos de vidrio pintado que recibían y los traguitos de aguardiente con que Stanley les invitaba a brindar por el acuerdo’”.
Estos días, de andanzas por la ribera del Napo, con ‘El sueño del celta’ bajo el brazo, podía intuir rezagos de aquellos tiempos de caucho y balata. Aún hoy se cambian trozos de espejos por la dignidad de las personas. Aún hoy se vende el cuento del desarrollo con mecanismos similares a aquellos utilizados en las selvas de El Congo o del Putumayo, hace 200 años: trago y fiesta para firmar convenios desiguales con las compañías petroleras de la misma manera que trago y fiesta para brindar a principios del siglo XX los negocios de Casa Arana en el Perú o de las caucheras congolesas que aniquilaron negros e indios “salvajes” queriendo “civilizarlos”
En El Congo, en Perú, y también en las selvas ecuatorianas, mucha gente murió en esos “intentos civilizatorios”. Pueblos enteros desaparecieron. Digamos que ya no hay correrías para matar indios, ni azotes, torturas, ni venta de esclavos como en aquellos tiempos. Pero aún se mantiene el engaño como estrategia de “desarrollo”: se intimida a las comunidades para firmar acuerdos que suenan a compensaciones justas y que no son sino porcentajes ínfimos .
Aún hoy se cree que el desarrollo vendrá de esa vorágine petrolera o minera. Y se habla de consultas previas cuando nadie (o muy poquitos) sabe leer ni la letra grande, peor la pequeña, de los convenios que ponen en la mesa las compañías. Aún se venden ilusiones de progreso y vida digna para generaciones futuras a cambio de territorio, de cultura, de identidad, de dignidad. ¡Necios! diría el celta de la novela de Vargas Llosa’