Hubo un tiempo de esplendor, cuando el primer boom petrolero expandió la economía y las dictaduras militares fomentaron el crecimiento del Estado y de nuevas y ávidas capas de la clase media, sobretodo de una tecnocracia dorada que junto con esa burguesía que siempre se lleva la mayor parte del pastel, ayer y ahora, se lanzaron al consumo, entre otras cosas, de productos culturales. Con los penúltimos aletazos de la canción protesta, el hippismo, el Ché y el folklore andino, se buscaba “recuperar lo nuestro”. Y lo nuestro en pintura era una mezcla de viejos maestros encabezados por Guayasamín –un pionero en el marketing local e internacional de su obra–, con una nueva generación muy vital y creativa, que asimilaba con mucha habilidad y cierto retraso las grandes corrientes pictóricas de los llamados centros hegemónicos.
Florecieron entonces como los arupos las galerías de arte quiteñas. En los años ochenta se inauguraban cuatro o cinco muestras por semana y el producto comercial por excelencia eran los Endara Crow, fáciles, hechos con talleristas y clichés del muy berreado realismo mágico. No faltaron, claro, galerías de gran calidad como la de Betty Wappenstein, quien marcó el paso con muy buen ojo, incluyendo a maestros internacionales.
Los precios de las pinturas criollas se inflaron y empezaron a volverse irreales, incluso para Miami. Diez mil, quince mil lechugas por un cuadro no eran cifras inusuales en un marcado al alza, alimentado por los bancos, a veces con comisiones bajo la mesa. Pero la guerra del Cenepa, los apagones, la inestabilidad y un sucre moribundo fueron doblegando el negocio hasta que la burbuja de óleo estalló con la quiebra bancaria. ¡Oh, sorpresa, cuando los liquidadores sacaron a la venta los bienes incautados no había quien diera mil por cuadros inventariados en diez mil!
Al mismo tiempo, de la mano de dos cubanos llegaba por fin el arte conceptual, corriente que se ampliaría luego al arte contemporáneo. La búsqueda de lo estético y el oficio virtuoso con el pincel o el cincel fueron relegados por las ideas, los proyectos, las curadoras que renegaban del mercado. Si querías algo “bonito” no estabas en nada.
Como en todo, hubo cosas inteligentes, bien realizadas, sorprendentes o profundas, pero también numerosas tonterías y hasta sapadas premiadas. Con Pablo Cardoso como bandera, la galería guayaquileña de David Pérez Mac Collum promocionó lo mejor de esta línea a lo largo de dos décadas, sobreviviendo a todos los cataclismos, mientras El Conteiner, Arte Actual e Ileana Viteri reactivan la movida artística quiteña. ¿Podrá modernizar su gusto y participar en esto la neotecnocracia dorada del segundo boom petrolero, que tararea la misma canción protesta y aún se deleita con los murales de Pavel Eguez?