La soberanía y la dignidad

La soberanía es el poder del Estado de decidir en última instancia y sin apelación. En la Edad Media se defendía la soberanía del señor feudal, cuya autoridad -se decía- emana de Dios. Desde la Revolución Francesa y la Revolución Americana, se reconoció la soberanía popular, ejercida por la autoridad en uso de una delegación implícita en el contrato social. La soberanía dejó de ser un derecho de la autoridad y pasó a ser una facultad colectiva, ejercida de conformidad con la ley.

La organización de una sociedad vuelve indispensable la existencia de normas y una autoridad que concilie las divergencias entre intereses diversos y a veces contrapuestos. Así también, la sociedad internacional exige que los Estados, sin menoscabo de su soberanía e igualdad jurídica, se sometan a reglas de convivencia pacífica y civilizada. Ese es el papel del derecho internacional.

En consecuencia, es falso que la soberanía sea absoluta e ilimitada. Existen normas que obligan, anteriores al Estado, y otras a las que este, en uso de su soberanía, acepta someterse. Todo ello, en reconocimiento de la interdependencia y de la necesidad de respetar un orden jurídico.

Un Estado que toma decisiones soberanas no siempre acierta. En los gobiernos autoritarios hay la tendencia a explicar sus actos de política exterior cubriéndolos bajo el manto protector de “defensa de la soberanía nacional”, con lo que se pretende acallar o descalificar toda crítica. Esta es una posición incorrecta e inaceptable. Hay decisiones soberanas que atentan contra los intereses colectivos y que, por lo tanto, pueden y deben merecer la crítica y el rechazo.

Por otro lado, la dignidad, tal como la define el Diccionario, es la excelencia, la gravedad y el decoro de las personas en la manera de comportarse, la cualidad de digno. Supone una conducta que suscita el aprecio y el respeto colectivos. Digno es quien actúa con dignidad. Si todo ser humano nace igual en dignidad y derechos, algunos van, con su comportamiento impulsivo, arbitrario y grosero, perdiendo esa dignidad y desprestigiando, incluso, a la función que ocupan dentro de un Estado.

Hay que defender la innata dignidad propia y respetar la ajena. Este es un derecho y un deber irrenunciables. Pero existe otra dignidad que es el resultado de la conducta a lo largo de la vida, que se cultiva y construye progresivamente, independientemente de la educación o la riqueza. Hay personas humildes que actúan con una dignidad que impresiona, y poderosos que, movidos por el resentimiento y los complejos, olvidan la dignidad ajena, la ofenden, la quieren subordinar a sus propias ideas y reclaman para sí el respeto a una dignidad que están perdiendo o han perdido.

¡Y hay jefes de Estado que al adoptar una decisión soberana, se equivocan soberanamente!

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