Tanto el entrevistado como el periodista estaban muy serios. El programa en cuestión no tenía ninguna intención de ser jocoso o cómico. Pero la gravedad del asunto hizo que el entrevistador se interese primero por catalogar el tipo de pena que afligía al interrogado. “Entonces, ¿usted como se siente? ¿Trastornado? ¿Choqueado? ¿O tiene el estómago revuelto?”.
Quien tuvo que descifrar sus penas era uno de los más renombrados editorialistas del diario francés Le Monde, Hervé Kempf. Él junto con el resto de ecologistas europeos, vivieron una semana pesada. Desgraciadamente, el martes por la tarde el gobierno francés decidió aplazar la entrada en vigor de la revolucionaria ‘Taxe Carbone’.
Se trataba de un impuesto pigouviano, es decir un gravamen que no tiene por objetivo la recaudación fiscal sino el desincentivar comportamientos que generan externalidades negativas; en este caso, se trataba de gravar progresivamente las emisiones de gases de carbono. La ‘Taxe Carbone’ era una medida inédita mundialmente, puesto que a pesar que algunos países tienen ciertas normas fiscales que promueven el ecologismo, por primera vez se lanzaba una tributación de alcance general, de gran envergadura.
Fueron años de lucha encarnizada en Francia para que se promueva ese impuesto. Hasta hace algunos meses, parecía que el sueño se realizaría; que finalmente había un país dispuesto a sacrificar una porción de la sacrosanta eficiencia económica en aras de la preservación ambiental.
Tan titánicos fueron los esfuerzos movilizados, que los altos funcionarios galos no se atrevieron a declarar pena de muerte para la iniciativa. Pero la condenaron a cadena perpetua; en efecto, se señala que la medida solo se hará efectiva en el marco de una aplicación europea del impuesto. Lo que supone iniciar interminables negociaciones, convencer a los países europeos con problemas de bajo consumo de aumentar los impuestos, y, en general, somete la iniciativa a un consenso internacional de dudoso éxito.
Cuando se pregunta el motivo del desistimiento, los políticos responden entre dientes y con la boca media cerrada. Ese impuesto restaría competitividad en el mercado europeo y mundial a las empresas francesas, por lo que el sacrificio económico del impuesto sería más oneroso que el beneficio ético de contribuir a la preservación del planeta. Es decir que el lobby de las corporaciones francesas, amenazando con una pérdida de poderío económico, fue más fuerte que las intenciones altruistas gubernamentales.
No es para trastornarse, ni para choquearse; todos sabemos que la gente todavía ve el ecologismo como un lujo de propio de quienes ya no necesitan perseguir la riqueza. Pero si revuelve el estómago el ver el nulo progreso ecológico que se logra globalmente.