En conformidad con una antigua tradición, los próximos siete días serán en Quito la Semana Mayor, dedicada a conmemorar el acontecimiento más grande de la historia, el milagro más asombroso y el misterio más profundo. La Semana Santa es reconocida en el mundo entero y será celebrada en todas partes, dada la creciente expansión del cristianismo, de modo particular en la amplia órbita del antiguo imperio español, aunque Quito es quizás la capital donde más intensamente se recuerda la pasión y muerte del Señor Jesucristo.
Aquí la evangelización caló más hondamente que en el resto de Amerindia, tal vez porque la religiosidad del panandino hombre ecuatorial era más intensa, ya por la fulgurante heliofanía, ya por el fragor de los numerosos volcanes. Los incas del Cusco, tras buscarla, soñarla y apoderarse de ella, declaráronla “Ciudad Santa”, la sembraron de adoratorios. En cada uno los españoles construyeron capillas al comienzo, iglesias después y, por fin, grandes monasterios, que hasta ahora deslumbran, y que hicieron de nuestra urbe, sucesivamente, Sede de la escuela Quiteña de pintura y escultura, Capital del Barroco americano y, ya en el siglo XX, Patrimonio Cultural de la Humanidad, primera capital con este título, cuyo substráctum, al igual que en las otras denominaciones, no es sino el profundo sentido de fe cristiana que unimisma a 15 millones de ecuatorianos.
Suelen comenzar con anticipación los preparativos para celebrar dignamente la Semana Mayor, a partir del Domingo de Ramos, cuando las grandes campanas de Quito celebran el “Concierto de Música sacra”. Del Lunes Santo al Sábado Santo, todavía las imágenes de todos los altares se ocultan tras morados velos. No hay flores en los altares. El miércoles, en la Catedral, se realiza la Procesión de las Caudas: ocultos tras fúnebres vestiduras, caída la cogulla sobre sus rostros, y arrastrando largas colas de sus capas consistoriales, los canónigos parten desde la sacristía, desfilan por los pasillos laterales precediendo al Arzobispo, que enarbola el Árbol de la Cruz, gran bandera negra cruzada de rojo, y desembocan en el presbiterio, al pie del altar mayor, donde se tienden, rostro en tierra, mientras flamea sobre sus cuerpos el simbólico estandarte y el órgano y los coros entonan ancestrales cantos gregorianos.
El Jueves se conmemora la Eucaristía. Transido de dolor, el Viernes recuerda la crucifixión del Señor Jesús. Enmudecen las campanas. Negro velamen oculta el altar mayor. Los fieles, con lágrimas en los ojos, escuchan el Sermón de las Siete Palabras. Por la tarde se realiza, desde hace siglos, la tradicional procesión por las calles, recorriendo los sitios de las antiguas huacas cristianizadas por los misioneros. En todas las familias, por la noche y durante todo el Sábado Santo, se reza el Vía Crucis. El Domingo de Gloria resuenan las campanas y en los altares las flores fulguran: ¡Cristo ha resucitado!