Con ojos de furia. El conductor de la camioneta 4×4, decidido a no permitir que otro auto lo adelantara, aceleró e impactó por detrás al cupé que se había detenido con la luz roja del semáforo. Enfadado, ajeno a su carga por lo ocurrido, se colgó del claxon y gesticuló palabras que no salieron de la cabina.
En segundos, desde los conductores que iban detrás, sobrevino un estruendo de pitos; molestos, hubo quienes bajaron del vehículo, insultaron, crearon un caos en el tránsito matinal, entre oficinistas atrasados, pero, sobre todo, entre unidades amarillas que transportaban niños.
La escena debió ser captada por las esferas de videovigilancia en la avenida Eloy Alfaro, norte de Quito. Es innegable el estrés de conducir en una ciudad que colapsa con solo un aguacero. Pero, ¿qué desató tal histeria? El insulto en el semáforo, el exceso de velocidad, la prepotencia al volante son síntomas de una enfermedad que pasa una alta factura en el país y nadie la remedia. La primera causa de muertes violentas en Quito no son los homicidios sino los accidentes de tránsito, al menos desde hace tres años, con 936 fallecidos entre enero del 2011 y diciembre del 2013 (versus 643 homicidios).
El Código Penal tiene 22 artículos para castigar faltas de tránsito. Esa normativa estará vigente en agosto. ¿Habrá que colocar un agente de Tránsito cada 10 metros para corregir cada infracción? La Ley ya es severa ahora y no cambia la conducta humana.
Cada día se reportan muertes, como en el último siniestro del bus de Carlos Brito en Santa Rosa, al sur de Quito.
El año pasado, 218 personas murieron por accidentes de tránsito en la ciudad. Según el Observatorio de Seguridad, 154 de las víctimas tenían menos de 30 años. El 70% de fallecidos en la vía era peatón.
Los indicadores son lacerantes. Debieran servir para formar ciudadanía; no la de la propaganda, sino la del respeto y el diálogo, sobre una política pública que contemple menos endurecer penas y más construir en la diversidad.