El 13 de abril, Luis Angamarca fue internado, le hicieron la prueba PCR y dio positivo. Foto: Cortesía
“Estuve casada 26 años con Luis (Angamarca). Él era suboficial del Ejército, pero el covid-19 me lo arrebató. El 20 de mayo pasado, a las 06:00 tuvo un paro cardio-respiratorio por el coronavirus y falleció en el Hospital Militar, en Quito.
El 13 de abril fue internado, le hicieron la prueba PCR y dio positivo. Durante cinco días estuvo con oxígeno en emergencias, pero cada día su condición empeoraba.
Tenía dificultad para respirar y no comía. El médico me llamó a decir que mi esposo sería trasladado a la Unidad de Cuidados Intensivos (UCI) y que sería intubado.
Tuvieron que inducirle al coma 18 días. En ese tiempo, Luis tuvo una complicación intestinal y se sometió a dos operaciones para restablecer su sistema digestivo.
Sobrevivió a esas dos intervenciones quirúrgicas. Le iban a hacer una tercera operación, pero sus riñones y pulmones dejaron de funcionar y murió a los 51 años.
Durante sus 33 años de vida militar, él siempre tuvo buena salud. Pero se contagió mientras trabajaba.
El 17 de marzo, cuando empezaba la emergencia, recibió la disposición de coordinar el policlínico de la Brigada de Infantería N13 Pichincha, en Machachi.
Es un subcentro de salud que funciona dentro de la unidad militar. Allí se chequea a los soldados que tienen algún malestar o que presentan los primeros síntomas de covid-19.
Mi marido estaba encargado de administrar ese lugar y supervisar que los militares sean atendidos.
Hablaba con él cada noche por teléfono. Me decía que tenía miedo de contagiarse y no resistir la enfermedad.
Después de 24 días de trabajar en el policlínico, Luis tuvo los primeros síntomas de coronavirus.
Sus superiores le dejaron regresar a su vivienda con permiso médico. El 10 de abril llegó a casa muy decaído. Le había preparado una fritada, pues era su plato favorito, pero no la disfrutó.
No tenía apetito, también perdió el olfato y el gusto. Luego de dos días comenzó a toser muy fuerte y a tener fiebre. Al día siguiente lo llevé al hospital.
Por el protocolo qué había ahí tuve que despedirme en la puerta, pues no me dejaron acompañarlo.
Mientras estuvo en emergencia, él tenía su teléfono y me enviaba fotos y mensajes. Un día antes de que sea trasladado a la Unidad de Cuidados Intensivos, mi esposo me llamó y pidió hablar con sus tres hijos (Dayanna de 23 años, Alison de 21 y Marcelo de 17).
Se despidió de ellos. Les dijo que no pierdan la fe, que siempre luchen por sus sueños. Al oír esas palabras me puse a llorar.
El médico pidió que vaya a retirar sus pertenencias, pues en UCI solo podía estar con una bata. Una enfermera me entregó su celular, documentos y uniforme militar.
El 20 de mayo a las 09:00, un médico me llamó a notificar la muerte de Luis. No lo podía creer.
Solo me puse a llorar. Inmediatamente fui con una de mis hijas al hospital. No pude verlo, porque cuando llegué ya estaba envuelto en una funda para cadáveres.
Personal de una funeraria nos preguntó si queríamos enterrarlo o cremarlo. Finalmente decidimos sepultarlo. El féretro fue trasladado directamente al cementerio de Santa Rosa, vía a Machachi, en el sur de Quito. Desde la puerta de ese lugar vi el funeral. Mis hermanos e hijos también estuvieron presentes.
Un día después de la muerte, sus compañeros de trabajo vinieron a mi casa y le rindieron un homenaje militar. Dieron un discurso, recordaron su vida profesional y me entregaron la bandera del Ecuador. Fue una ceremonia emotiva. Vino un oficial y cuatro militares más.
El Día del Padre fuimos a visitarlo, con mis hijos, al cementerio. El panteonero solo nos permitió estar 20 minutos. Le dejamos flores y le dije que le extraño mucho.
En dos semanas se cumplen tres meses del fallecimiento, pero la angustia y la falta que me hace crece cada día”.
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