El pueblo luce desolado. Solo desde una tienda se escuchan vallenatos y al frente cinco campesinos descalzos juegan naipes. Son las 11:00 y a Puerto Mestanza llega una patrulla de soldados ecuatorianos. La aldea pertenece a General Farfán, una parroquia de Sucumbíos asentada en las orillas del fronterizo río San Miguel.
Los infantes de Marina llevan fusiles de asalto M4. Uno de ellos camina hacia el río con el rostro cubierto con pasamontañas. Dice que hace dos semanas recibieron la orden de aumentar los patrullajes, para impedir que los grupos irregulares que operan en Colombia cruzaran a Ecuador.Los controles -según el militar- se reforzaron luego del 10 de septiembre. Ese día, las Fuerzas Armadas Revolucionarias de Colombia (FARC) atacaron un puesto de la Fuerza Pública en Puerto Colón (a pocos metros del puente internacional San Miguel, fronterizo con Ecuador) y murieron ocho policías colombianos.
En respuesta, las FF.AA. de Colombia bombardearon el domingo un complejo de las FARC en San Miguel, también cerca de Ecuador. Fallecieron 27 insurgentes, incluido Domingo Biojó, el líder del Frente 48, que opera frente a Sucumbíos.
La presencia de los militares cambia el panorama en Puerto Mestanza: los campesinos dejan de jugar, la única tienda cierra parcialmente las puertas y la música que se escuchaba a todo volumen se apaga súbitamente.
Otro soldado explica que el silencio repentino es un anuncio para prevenir a los guerrilleros que a la zona han llegado militares de Ecuador. “No somos bien vistos, pese a que es territorio ecuatoriano”, dice el efectivo.Lorena M. es una colombiana que llegó hace cuatro meses a Puerto Mestanza. Vivía en Mocoa (capital del Putumayo en Colombia). Viste una camiseta que por el intenso calor se pega al cuerpo. Sus botas están enlodadas y la falda descosida. Cuenta que es lo único que pudo sacar cuando “los delincuentes” atacaron a su esposo e intentaron amputarle cuatro dedos de la mano. Ahora reside en una pequeña casa de madera.
Desde allí, el lunes escuchó ráfagas de metralla que provenían de la selva colombiana. Wilson Bonin, sargento que dirige a un equipo móvil, ratifica esta versión e indica que los combates entre militares y las FARC no han parado en la otra ribera del San Miguel.
Por eso, en General Farfán el número de militares de Infantería aumentó de 60 a 100 desde hace un mes. El 16 de septiembre, seis días después del ataque de las FARC en San Miguel, el Ministerio de Defensa movilizó a 500 soldados, para que se unieran a 7 000 que ya trabajan en la frontera. Según información oficial, la mitad de ellos se ubicó en La Bonita, en Sucumbíos.
Cada escuadrón de Infantería tiene a su cargo el cuidado de al menos cinco pueblos y el puente internacional San Miguel. Ayer este Diario cruzó la frontera y llegó al lugar donde fueron asesinados los policías colombianos, un puesto de vigilancia que ahora luce abandonado.
El cartel en donde se leía Policía de Colombia también fue destruido. Jairo C., campesino que vive en el puente internacional, dice que a las 05:00 de ese 10 de septiembre se escucharon explosiones fuertes. “Yo decía a mi esposa: es esa gente de las FARC que se está peleando con los policías. Pero no nos levantamos”.
La pared de su casa se destruyó por la vibración que produjeron las explosiones. Ese día, militares colombianos impidieron el paso de ecuatorianos hacia el país del norte. Una fuente militar recordó que desde Ecuador sí se permitió el paso a ciudadanos de Colombia, pero que se montaron puestos de vigilancia. “No sabemos exactamente si este trabajo fue en coordinación con el Ejército de ese país”, señaló la fuente. Desde hace 10 años, Marco Paredes hace fletes hacia Nueva Loja. Esa mañana recuerda que la gente estaba nerviosa. Ayer, solo policías del país vecino vigilaban el paso por el puente internacional. Los pequeños quioscos de bebidas y de comida al paso atendían con normalidad.
Desde el costado colombiano del puente, una estrecha vía lastrada lleva a Puerto Colón, en el municipio de San Miguel. A 10 minutos, militares vestidos de camuflaje vigilaban el paso.
Eran ocho, llevaban un perro amaestrado y dijeron ser “unidades móviles”. En su uniforme se leía Ejército colombiano y abajo llevaban una bandera colombiana. “Vea, nosotros no podemos hablar con la prensa, pero le digo que estamos atentos a lo que puedan hacer esos bandidos”, dijo uno de ellos, cuando entraba a la selva. Otro militar dijo que esperan la ayuda de Ecuador para impedir que, tras los enfrentamientos, los guerrilleros huyan hacia los pueblos cercanos a descansar.
En Puerto Colón viven 1 700 colombianos. Sus estrechas calles lastradas y casas de madera estaban ayer vigiladas por policías de ese país. En el parque, unos 10 gendarmes con fusiles revisaban los papeles de los forasteros. Hablaban poco, solo decían que “todo está en calma”.
Junto al parque levantaron una especie de trinchera con lonas pintadas de verde y llenas de arena. John Jairo Reyes es el corregidor de lugar (una especie de presidente de la Junta Parroquial).
Sus colaboradores decían que desde hace cuatro años dejaron de salir personas a Ecuador en busca de refugio. “Ahora es más tranquilo esto, porque hay uniformados”, dice una mujer. Allí, la gente se ocupa en la agricultura -en los alrededores hay sembradíos de coca- y la ganadería y sabe que cuando hay enfrentamientos los militares impiden movilizarse.