Cae la noche y extrañas siluetas se toman la calle Bellavista, en La Ofelia. Lo hacen en silencio y apagan el aire de feria, mientras los fieles del templo del Divino Niño Jesús buscan el Metrobús. Las aceras, en esa aparente tierra de nadie, se tornan paraderos de taxis amarillos.
Seis de ellos aparecen y se van en 10 minutos. Las siluetas se agitan, entregan paquetes a los conductores y regresan a las tapias de esas casas que parecen inhabitadas.
Ese cuadro, que se repite cada noche de fin de semana, es solo un eslabón, el de la venta de droga a domicilio, en la enmarañada red de las mafias del narcotráfico en Quito.
La red de narcos latinos lleva los hilos: su poder radica en ser el abastecedor. Y su centro de operaciones es La Mariscal. Ese doble escenario, interno y externo, explica la expansión de la mafia a ocho barrios (5 del sur y 3 del norte).
Lo explica porque la apropiación del territorio deja una estela de violencia en el prestadiario. Sus víctimas, amedrentadas por la extorsión y el sicariato, son candidatas propicias para ‘mulas’ o fácil de engañar como emigrantes (caso Tamaulipas).
Entonces, ahora que la Asamblea alista reformas legales, ahora que en Quito empiezan a aparecer cadáveres decapitados, quizá sea tiempo de mirar al espejo de México, ver el fracaso de la ‘pirotecnia legislativa’ y del manejo político de la violencia. De ir más allás de la Asamblea.