Migración por el aeropuerto de Cotopaxi se acelera

El martes 13, un grupo de personas llegó a una elevación llamada Buenaventura, para despedir a sus familiares. Fotos: Glenda Giacometti / EL COMERCIO

El martes 13, un grupo de personas llegó a una elevación llamada Buenaventura, para despedir a sus familiares. Fotos: Glenda Giacometti / EL COMERCIO

El martes 13, un grupo de personas llegó a una elevación llamada Buenaventura, para despedir a sus familiares. Fotos: Glenda Giacometti / EL COMERCIO

La mujer sacude una bufanda celeste. Alza las manos. Se desespera mientras el Boeing 737-500 se alista a despegar desde la pista del aeropuerto internacional de Cotopaxi. Van 120 pasajeros. El destino: México.

La joven no está sola. Otras 14 personas agitan ponchos, levantan gorras o sacuden fundas rojas. Es la última despedida. Los parientes hablan entre ellos. “Que te vaya bien”, grita una mujer. “Que Dios te bendiga siempre”, dice un hombre.

Todos encontraron una pequeña elevación cubierta con maleza, kikuyo y sigses. Ahí se quedan hasta que la nave despegue. Aseguran que sus familiares se van de vacaciones; luego reconocen que ese país únicamente servirá de paso para tratar de ingresar de forma irregular a Estados Unidos.

Hasta hace un mes, esa colina estaba desolada. Se llama Buenaventura y está a un costado de la terminal aérea. Vecinos que viven cerca cuentan que la gente llega más y más. Rodean el aeropuerto, buscan más espacios para despedir a los viajeros. Es martes 13, el avión despega a las 09:20. Los que se quedan lloran. Vuelven a sus camionetas o a sus autos, en los que llegaron con quienes se fueron. Son personas de Cuenca, Azogues, Zamora.

El ajetreo comienza a las 05:00. Familias enteras llegan con pequeñas maletas. Se van hermanos, hijos, sobrinos o tíos. Dicen que no tienen trabajo, que el dinero no alcanza y que la única salida es migrar.

Una chica de 14 años se quita la mascarilla. Seca sus lágrimas con una esquina de su poncho violeta. Está preocupada. Su hermano, de 18 años, irá solo hacia Texas-Estados Unidos. “Me dijo que acá no iba a conseguir trabajo y que se va”. La mujer cuenta que son de la comunidad de Atapo, en Guamote, Chimborazo.

Familias se despiden en la entrada del aeropuerto de Cotopaxi. Foto: Glenda Giacometti / EL COMERCIO

Recuerda que personas que se identifican como empleados de “agencias” van al pueblo dos veces por semana y ofertan “viajes seguros”. Antes iban solo una vez al mes, pero desde enero sus visitas son recurrentes. Cuenta que llegan en carros con vidrios polarizados, se quedan una hora y atienden a la gente en la calle.

La chica llora. Sus hermanas la abrazan y caminan juntas hacia el ingreso de la terminal.

Allí está Carlos Madrid. Sabe que en las últimas semanas hay más personas que viajan. Por eso, desde hace 14 días llega todas las madrugadas con agua de canela, pan y queso. Vende desayunos a un dólar.

Familias se despiden en la entrada del aeropuerto de Cotopaxi. Foto: Glenda Giacometti / EL COMERCIO

La frecuencia de los viajes de Latacunga a México aumentó. En enero y febrero se registraba solo un vuelo chárter cada sábado. Los datos de la Dirección General de Aviación Civil (DGAC) señalan que desde marzo, a más de los sábados, hay desplazamientos adicionales los martes y jueves. Todas las aeronaves van llenas. Además, hoy será el primer domingo que también se volará.

Datos del Ministerio de Gobierno muestran que cada mes hay más ecuatorianos que salen a México legalmente, pero que no regresan (ver info).
Sara cuenta que su esposo se por Cotopaxi. Su voz se apaga.

Asegura que esto es una “pesadilla”. Su esposo ya fue deportado de EE.UU. hace 10 años, cuando lo detuvieron en una redada de migrantes, en Queens. Él tomó la decisión de irse nuevamente. Hace un mes conversó con Sara y le dijo que la única opción era migrar.

Familias llegan al aeropuerto de Cotopaxi con pequeñas maletas. Foto: Glenda Giacometti / EL COMERCIO

Las deudas del restaurante que compraron antes de la pandemia y los gastos de casa, alimentación y estudios de sus tres hijos lo orillaron a hablar con un coyotero, quien les cobró USD 13 000 para irse.

María, en cambio, despidió a su hija, de 30 años, que buscará en EE.UU. una solución para pagar las cuotas del taxi y del puesto de la cooperativa que compraron en Riobamba y que no pueden cubrir.

Marco le dio la bendición a su hijo, de 19 años, que no halló trabajo dos años en Pujilí. Con ellos está Christian, quien dejó a su hermano, cuñada y sobrina de 2 años en el aeropuerto, y se fue a la colina de Buenaventura para despedirlos.

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