La tarde del pasado domingo llueve en Quito. Los palacetes y casonas de La Mariscal están envueltos en la bruma. Juan Gelman, uno de los poetas vivos más reconocidos de Iberoamérica, aguarda en el pasillo del Hotel Amazonas (Cordero y Amazonas). Un gran cuadro de la selva de Ramón Piaguaje da calidez al ambiente.
Gelman es alto, de ojos claros y mirada tierna. Gesticula con sus manos grandes y sonríe cuando aparece Macarena Gelman, la nieta a quien encontró tras 24 años de lucha.
“Yo no sé cuál será el fallo de la Corte Interamericana de DD.HH. Pero me da mucho aliento que esto se trate a ese nivel. Durante 11 años no pude obtener del Estado uruguayo la voluntad política para investigar a fondo la desaparición de mi nuera, María Claudia García.
En Uruguay cerraron dos veces la causa. En el 2006 llevamos el tema a la Comisión Interamericana de DD.HH.; la evaluó y recomendó el caso a la Corte.Me ayuda mucho el Centro por la Justicia y el Derecho Internacional -Cejil- con sede en Washington. Han pasado 34 años de la desaparición de mis hijos. Yo estaba exiliado en Roma, en 1976, cuando se produjeron estos hechos. Gobernaba la dictadura militar argentina.
En Roma, un vecino de la Central de Trabajadores Demócrata Cristiana me puso en contacto con la Secretaría de El Vaticano.
Yo hice gestiones, a través de amigos, ante los gobiernos de Portugal, Italia, Francia, Suecia y Dinamarca, para buscar a mis hijos.
Frandy era el apellido del amigo de Roma, donde viví seis años. Yo trabajaba en la FAO como traductor. Luego cumplí el mismo oficio, en 1982, en la Unesco, en París.
También laboré en la OIT, en Suiza; en la Onudi, en Viena; y en la sede de las Naciones Unidas, en Nueva York.
El 24 de agosto de 1976, un grupo represivo llegó a la casa de mi ex esposa en Buenos Aires.
Allí, en el sector de Almagro, también vivía mi hija, Nora, quien estaba con un noviecito boliviano charlando en la puerta.
Marcelo, mi hijo de 20 años, ya estaba casado con María Claudia y también vivía en Almagro.
Preguntaron por mi hijo. A Nora le pusieron una pistola en la cabeza para que los llevase a la casa de Marcelo. Entraron a la madrugada y apresaron a los esposos, a Nora y al amigo boliviano.
A los pocos días, Nora y su novio fueron dejados en libertad.
María Claudia y Marcelo seguían detenidos. En octubre de 1976, al mismo tiempo que los restos de mi hijo estaban en un barril de 200 litros, lleno de cemento y arena que tiraron al río Luján, provincia de Buenos Aires, llevaban a María Claudia a Uruguay.Al canal San Fernando, de ese río, también lanzaron otros siete barriles con gente que estuvo presa en Automotores Orletti, un taller mecánico que alquilaron estos paramilitares, en el barrio de Floresta. Los llamamos Centros Clandestinos de Detención (CCD). Eran campos de tortura y asesinato. Según una investigación que luego hicimos con mi actual esposa, Mara La Madrid, argentina, conocimos que mis hijos habían muerto y que nació una criatura en cautiverio.
El secretario de la Nunciatura Apostólica de Buenos Aires, monseñor Mullen, informó al Vaticano y se sensibilizó mucho con la situación e hizo todo lo posible por averiguar el caso.
El padre Cavali atendía cuestiones relativas del Cono Sur, en el Vaticano, y también se interesó.
A finales de 1977, Mullen informó que había hablado con un oficial (su nombre se reserva), quien dijo que el destino de mis hijos era incierto, pero confirmó el nacimiento de la criatura en cautiverio. La comunicación llegó en inglés. Por eso, hasta 1999, no sabíamos si era niño o niña.
El Vaticano envío una carta al general Harguindeguy, ministro del Interior de la dictadura. Tardó en contestar. Hubo enojo en el Vaticano. La respuesta fue la de costumbre: no tenía ninguna información de los jóvenes. En Argentina, los padres de María Clara presentaron un hábeas corpus, igual la madre de mi hijo. Todo fue denegado (…).
Yo volví a Argentina en 1988. Habían pasado 25 años de separación con mi primera esposa y conocí a Mara. Desde enero de 1989 resido en México. Hice viajes sucesivos y presenté la denuncia en un juzgado de Buenos Aires, pero dos leyes frenaban todo al poder judicial: la de Punto final y la de Obediencia debida.
Seguimos adelante. Presentamos el caso al juez Garzón, a una Fiscalía italiana (hubo desaparecidos de origen italiano).
Este momento se desarrolla el proceso en contra de detenidos, con rango de coronel y de general, que intervinieron como responsables, mediatos e inmediatos , en el asesinato de mi hijo. Y de lo que ocurrió después.
Ellos son: el general Cabanillas, el coronel Vizuara y agentes del Servicio de Informaciones del Estado (SIDE), como Ruffo.
Esa entidad militar rendía cuentas a Videla. Decía que al mismo tiempo que asesinaban a mi hijo y a otros presos en Orletti, a mi nuera la llevaban a Uruguay.
Orletti fue el primer polo del Plan Cóndor en Argentina. Allí incluso se alojaban militares uruguayos. Era un centro de tortura y de asesinatos.
En octubre de 1976 mataron a Marcelo y a la esposa la trasladaron a Montevideo. Ella estaba encinta de ocho meses y medio.
Pasó el tiempo. La búsqueda no cesaba. Entre 1995 y 1996, con mi esposa actual, hicimos un libro de testimonios sobre los hijos de los desaparecidos. Entrevistamos a historiadores y economistas para recrear el contexto de esos años crueles. Dialogamos con una sobreviviente de un CCD, quien nos orientó. También yo había hablado con un sobreviviente de Orletti, José Luis Bertazzo, quien vio a mi hijo y a mi nuera. Vio como torturaban a Marcelo.
A mi nuera no la torturaron, incluso le habían regalado ropita. Entre los asesinados con mi hijo había una mujer embarazada a quien mataron de dos tiros.
La testigo nos sugirió ponernos en contacto con los sobrevivientes uruguayos, más de 20, presos en Orletti. Hablamos con ellos. Ayudaron mucho, así como amigos en Argentina. Así armamos el rompecabezas. En 1999 fuimos a Uruguay. Pedimos audiencia al presidente Sanguinetti (estaba en su segundo mandato) y nos recibió el doctor Elías Bluth, secretario de la Presidencia.
Sanguinetti no se cansaba de decir que en Uruguay nunca hubo ejecuciones y que no nació un hijo en cautiverio. El 1 de marzo del 2000, cuando ya sabíamos quién era mi nieta, Sanguinetti volvió a repetirlo (…).
Pasaron los meses. Yo inicié una campaña internacional. El doctor Battle había sucedido a Sanguinetti. Reunimos 100 000 firmas de escritores, científicos y ciudadanos de 122 países. José Saramago y ocho premios Nobel apoyaron. El año: 2003. El 2002 abrí una causa en Uruguay.
La campaña me causó gran impresión por las miles de firmas.
Antes del 2000, confiamos que algún ciudadano que conociera los hechos hablaría. La difusión por la prensa continental fue amplia.
Así apareció una vecina de la pareja, ya de edad, que no podía tener hijos, que se quedó con mi nieta. Mi nuera ya no estaba.
Aquella familia, un día de 1976, recibió una canastita con mi nieta adentro. En teoría no se sabía quién la envío. Por amor y por conciencia, mi esposa, Mara, trabajó duro entre 1997 y 1999.
Hacía entrevistas, revisaba documentos y libros.
La vecina nos entregó la dirección del destino de mi nieta en Montevideo. A Macarena, mi nieta, la encontré a los 24 años. Hubo pruebas de ADN. El resultado fue del 99,9%. El instante fue intenso, indescriptible. Mis hijos no eran militantes. Eran estudiantes.
A los 13 años de su ausencia, en 1989, identificamos los restos de Marcelo en Buenos Aires, gracias a un equipo de judicial de antropología forense. Un cabo de la Prefectura Naval denunció todo.
Las grúas sacaron del río los barriles. Sepultamos a Marcelo en La Tablada. Lo evoco, lo recuerdo, me visita en sueños. En 1999 publiqué un poemario, ‘Valer la pena’. Ahí le dije: Vuelves y vuelves/ y te tengo que explicar que estás muerto…