Daniel Toapanta se arrima a los gruesos barrotes de hierro que protegen su tienda, a la entrada de la precooperativa Marcos Moroni, en la nueva región invadida de Guayaquil.
“Parece que estuvieras en una celda de la peni”, bromea José Loor, un manabita de rostro colorado. Sin embargo, para Daniel es su palacio, ya que le ha costado 20 años levantar el negocio con el apoyo de su esposa, María Cuniz, y de su hijo, Daniel.
Toapanta, de 52 años, emigró de Cajabamba, Chimborazo, porque la tierra se secó. “No llovía y era difícil cosechar maíz, papas y cebada. Nuestro camino fue Guayaquil, en 1991”.Toapanta, moreno, de pelo negro y nariz chata, mira al despejado cielo azul para resumir su travesía desde la tierra fría a la cálida. “Comencé -dice- como cargador en el mercado Pedro Pablo Gómez; ganaba lo que la gente me daba, un sucrecito, dos, a veces centavos. Venimos a buscar la vida y había que salir como sea”.
Antes de venir a Marcos Moroni, a una hora y media al noroccidente de Guayaquil, arrendaba un cuarto, a USD 40, en los alrededores del mercado.
¿A quién compró el solar? Toapanta sonríe. Al principio, como la mayoría de pobladores de las tierras invadidas, oculta el nombre de los supuestos traficantes. Balerio y Tony Estacio, Sergio Toral, Marcos Solís, Henry Maldonado son fantasmas.
Pocos los han visto. Sus secretarias -explican varios pobladores- cobraban las deudas a miles de personas.
“Bueno -añade Toapanta-, el duro es el señor Solís, yo tengo el certificado de propietario y los recibos por el pago del ‘punto de luz’ y la guardianía, USD 120, por una vez, y USD 1 a la semana”.
El tendero admite que hizo un préstamo al Banco del Pichincha por USD 2 400 para adquirir el solar de 30x30metros y parar la tienda de legumbres, frutas, hortalizas, café… El licor, como en todas las tiendas, no se ve en las perchas: la mayoría de gente es evangélica y no bebe. Tampoco hay las cantinas. A cada paso abundan las ferreterías clausuradas, donde adquirían los materiales para levantar las covachas. Frente a la tienda se levanta una escuela cuyas aulas son de colores, tiene espaciosos jardines y juegos de plástico. Un pabellón central, de dos pisos, se yergue entre otras edificaciones de cemento. Es la unidad educativa Una vida con propósito, privada, que se asemeja a la de un barrio de clase media de Guayaquil. Toapanta y Loor atribuyen a uno de los líderes de los invasores la propiedad de la escuela de 200 alumnos.
Cada uno paga USD 12. Vidal Vera, un fornido montubio de 56 años, se acerca a la tienda. Compra dos libras de arroz. Oriundo de Colimes, cantón Balzar, confiesa que llegó a Guayaquil hace 18 años por un fin: educar a sus cuatro hijos. Lo logró. Una de las niñas estudia en la escuela que está enfrente. Vera trabajaba en una cuadrilla (8 obreros) de la piladora San Javier, en su pueblo, mas el trabajo escaseaba.
Es un maestro de la construcción que gana USD 18 al día. “Aquí, en la Carlos Vidal, vecina de la precooperativa Sergio Toral III, nos damos la mano gente de Esmeraldas, El Oro, Tungurahua, creo que de todo el país”, dice, y acomoda su sombrero de cuero café. A todo pedal, por la cuesta de tierra, aparece Jéssica Landázuri, una esmeraldeña que se gana la vida como chambera (recolecta botellas). Conduce un triciclo prestado por la pastora de la iglesia el Buen Samaritano.
Es una madre soltera de cuatro hijos y al igual que el resto pagó USD 600 por el solar a la “gente de Sergio Toral”. ¿Ha visto a Toral? “Sí, responde, es respetuoso, tiene ojos verdes, es muy simpático, saludaba con todos, la última vez le vi hace dos años”.
Landázuri no pierde el tiempo. Debe recorrer al menos cinco barrios para ganar USD 7 a la semana. “Vivo con un dólar por día, debo luchar por mis hijos, no pueden ir a al escuela, no me alcanza el dinero. Sueño con bañarme en una ducha con agua clara”, dice, y se aleja en medio del polvo, al barrio Tierra Prometida, al noroeste. La tienda de Toapanta es un sitio que congrega a mucha gente de varias provincias. A las 18:00, Toapanta cierra la tienda y se encamina a su casa, una cuadra más arriba. Dice que nunca olvida a su tierra, pero valió la pena venir porque tiene casa y tienda. BRV
IBARRA
Carlos Navarrete
víctima de la delincuencia
‘Me robaron en tres ocasiones’
Por tres ocasiones he sido víctima de robos. La primera fue hace un año. Era un domingo a las 16:00. Salí con mi esposa a tomar un helado y en apenas una hora nos desvalijaron la casa, ubicada en el barrio Pilanquí. Según una vecina, un camión se parqueó en frente. Ella pensó que los hombres que entraban y salían por la puerta del garaje traían madera para mi carpintería. Eran quienes se llevaron una televisión, una computadora, un equipo de sonido, joyas y dinero. Calculo que perdí más de USD 2 000.
Cortaron las seguridades de las puertas del garaje con un esmeril eléctrico y una barra metálica. Creo que me vigilaban.
Denuncié en la Policía Judicial. Los agentes tomaron las huellas, pero no recuperé nada. Invertí cerca de 500 dólares en otro sistema de seguridad con sensores. Pero cuatro meses después ingresaron a mi taller, donde no instalé los sensores. En esa ocasión se llevaron un taladro, una caladora de mano y un esmeril, valorados en 1 000 dólares. Hace unos días dos hombres nos amenazaron con cuchillos y nos robaron cerca de la casa. Ibarra se ha vuelto peligrosa.
La propuesta
Hay que mejorar la justicia
Colón Narváez / Dirigente de Guayllabamba
La seguridad no es solamente cuestión de la Policía Nacional, sino de la participación activa de la ciudadanía. Todos debemos fomentar en nuestros hogares, lugares de trabajo y estudio una cultura de seguridad ciudadana. Sin embargo, para que esto funcione también debemos confiar en los sistemas de justicia y eso es lo que está fallando.
No debería existir la impunidad, pero lastimosamente esa es la realidad. Por eso debemos apostar por el cambio en la justicia. Debe existir una depuración en todo el sistema, desde los juzgados hasta la Corte. Pero, además, se debe evitar la corrupción en los mandos medios y administrativos. Es decir, en las secretarías de los juzgados, que muchas veces es en donde se demoran los procesos.
La seguridad ciudadana también debe aplicarse de acuerdo con una política estatal y municipal de seguridad.
Los ciudadanos nos debemos acoger a ese proyecto y plantearlo en cada barrio. Si no existe un lineamiento, lo más probable es que se pueda caer en el ajusticiamiento por mano propia y los linchamientos. Esto sería un retroceso en términos de justicia. Para evitar esto, es indispensable que la Policía se acerque más a los ciudadanos, que los conozca y trabaje con ellos.
La organización y la buena comunicación traerán buenos resultados. Todos debemos ser actores activos y no simples espectadores de la inseguridad.