Gabriel Morán, en una funeraria de Monte Sinaí, que abrió en la crisis. Foto: Mario Faustos / EL COMERCIO
La funeraria se convirtió en su casa. Dormía en medio de los ataúdes y comía en un pequeño escritorio. Merwin Terán recuerda que así vivió tres meses, mientras el covid-19 golpeaba con fuerza a Guayaquil.
Desde hace más de 20 años da servicios exequiales en esa ciudad. Pero asegura que nunca había visto tantos muertos como en aquellos días. Eran mediados de marzo del 2020 cuando su teléfono sonó. “Necesitamos un ataúd”, le dijeron al otro lado de la línea. Terán aceptó y comenzó los preparativos. No pasaron ni 10 minutos cuando tuvo otra llamada. Era otro cliente. Desde ese momento perdió la cuenta.
“No me va a creer, pero yo recibía unas 200 o 300 llamadas diarias en marzo y abril. Era un escenario de terror”.
Recuerda que las muertes por covid-19 se contaban por centenas y el miedo invadía a todos los trabajadores de las funerarias. Solo 15 locales, de los 200 que operan en la urbe, no pararon sus labores.
El resto prefirió cerrar los negocios. No querían correr el riesgo de contagiarse y fallecer. Eso generó un colapso en el sistema funerario y retrasos en el levantamiento de los cadáveres. Las familias permanecieron hasta por ocho días con los cuerpos de sus seres queridos dentro de las casas.
Ahora, cuando las cosas se han tranquilizado un poco en Guayaquil, EL COMERCIO volvió a estos locales y habló con los dueños y trabajadores.
Fernando León es conductor de una carroza fúnebre y en el pico de la pandemia ayudó a levantar cuerpos. Recuerda que una familia lo contrató para retirar un cadáver que estaba en el segundo piso de un edificio, en el centro de la ciudad.
Dice que las tres mascarillas que usaba como protección no bastaron para evitar el intenso olor de la habitación. Él y otro compañero tomaron el cuerpo, lo envolvieron en una sábana y luego en un plástico. El peso de la víctima dificultaba la tarea de bajarlo por las escaleras. Por eso pidieron ayuda a los vecinos del edificio.
Fernando Jiménez durmió en su funeraria en el centro de Guayaquil.
“La gente de todos los departamentos se escondía. Tocábamos las puertas y desde adentro nos gritaban que no nos iban a ayudar. Tenían miedo. Ni la familia del difunto quería acercarse”, relata.
León sabe que en esos días la gente llegaba a la funeraria a toda hora. “Venían en la mañana, tarde, noche y madrugada. Las mujeres se arrodillaban para que les ayudáramos a retirar los restos. Estaban desesperados. Era como si estuviéramos en guerra. Usted veía en cada barrio a alguien llorar por la pérdida de un ser querido”.
Ahora agradece a Dios por mantenerlo sano. Durante la pandemia, antes de salir de su hogar, se persignaba y repetía: “Señor Jesús, tú me llevas sano, tráeme a mi casa con bien”.
Su esposa y sus cinco hijos le pedían que renunciara. Le llamaban durante el día para que volviera. Se preocupaban cuando veían en la televisión las imágenes de los cuerpos en las calles y en los hospitales.
Pero León nunca pensó en abandonar su trabajo. “Entre los compañeros de la funeraria nos dábamos ánimo. Por mensajes pedíamos a otras funerarias que abrieran. Mi jefe nos decía que somos héroes”.
El virus también los atacó. La Asociación de Funerarios del Guayas dice que perdieron nueve compañeros, entre ellos empleados, un chofer de carroza y un formolizador.
De eso conoce bien Richard Anzoátegui. Desde hace 12 años, él y su hermano Handerson se dedicaban a formolizar, maquillar y vestir a los cadáveres antes de sus funerales.
Los dos trabajaron durante la emergencia sanitaria. Cada día atendían a unas 20 personas y a pesar de que mantenían todas las medidas de bioseguridad, Handerson se contagió y falleció el 12 de mayo pasado.
Su hermano recuerda que en esa época no había ataúdes. Tuvieron que traer de la Sierra un cofre para sepultarlo.
El déficit de cofres mortuorios generó que llegaran funerarios de otras provincias. Una llegó de Ambato y abrió un local en Monte Sinaí, en el noroeste de la ciudad. Cuando vieron la escasez trajeron su negocio, cuenta Gabriel Morán, trabajador de la funeraria.
En un día vendían 12 cofres. “La gente llegaba por montones. Pedía de favor que les vendamos. Cada semana traíamos 50 ataúdes. Todo se vendía”.
Fernando Jiménez es dueño de un negocio en el centro. Vivió en su local por tres meses. No quería ir a su casa para evitar riesgos con su familia. “Era doloroso. Un día vendí tres ataúdes a la misma familia. Una señora perdió a su papá, mamá y hermano. Nosotros vivimos mucho dolor”, relata ahora rodeado de ataúdes.