A sangre fría. Los delincuentes saltaron al patio de la casa en Tumbaco e irrumpieron en las habitaciones para amordazar a Cecilia (nombre protegido) y a su abuela.
A su madre la forzaron a recorrer por la casa en busca de objetos de valor. Luego huyeron tras amenazarlas de muerte. Además de lo material, la familia de Cecilia perdió la paz.
La Policía lo sabe: los delincuentes atacan menos viviendas desoladas. Ahora acechan hasta cerciorarse de que los dueños de casa estén adentro. Así los vejan y, a punta de pistola, los obligan a sacar las joyas de sus escondites, de la caja fuerte.
Los criminales se hacen más crueles y desequilibran emocionalmente a la ciudadanía, el Estado preserva su deuda: no garantiza seguridad y desmorona la fe de la sociedad. Los niños víctimas de narcos, los psicópatas sin atención, las víctimas sin protección o la impunidad lo prueban.
Se suman los delincuentes liberados. En las cárceles no hay rehabilitación. Aún así, en dos años fueron excarcelados “por buena conducta” 1 989 presos que no habían cumplido con sus penas. 435 de ellos ya volvieron a prisión; jueces y penitenciarios se pasan la pelota por haberlos liberado.
La gente que denuncia debe ser paciente y tener suerte. Hay policías profesionales, pero también agentes que ponen trabas para investigar o que, sin sonrojarse, solo recomiendan ir a comprar en las cachinerías.
A la impunidad se suma el abandono. El Estado no brinda terapia a las víctimas; ha fallado en crear centros de tratamiento o en decir adónde acudir para curar el pánico tras ser apuntados con ametralladoras.
Así, la impotencia de la gente solo conduce al amurallamiento de casas. Círculo vicioso, porque la desconfianza en el otro es el tiro de gracia a la sociedad segura.