Noche de viernes. En la visita a La Mariscal sobran las invitaciones al consumo de licor, con jóvenes -extranjeros y ecuatorianos- que abordan a peatones con hojas volantes; o pizarras en mitad de las caminerías que precisan promociones; o transeúntes que llevan botellas de cerveza mientras arriesgan su vida entre vehículos en la considerada ‘zona rosa’ de Quito.
El rescate del sector, otrora ‘zona roja’, ha dado en el último lustro a los capitalinos una opción de diversión, como en las ciudades cosmopolitas. Mas el escenario también ha visibilizado la desmedida ingesta de bebidas alcohólicas. ¿Es un sello cultural? Lo del exceso es cuestionable.
No se trata de reprochar la oferta (de hecho, no en todos los locales del sector se aplica el señuelo del licor para pescar clientes), sino de hacer un ejercicio de autocrítica entre quienes demandan ‘beber’.
A la ‘zona’ llegan centenares de clientes en vehículos: en la Foch, la Almagro o la Wilson no hay dónde aparcar. Pero ¿cuántos acuden solo por licor? Después de la farra, ¿alguien ha de conducir esos autos? Desde enero, 2 363 personas fueron detenidas al conducir en estado etílico en Pichincha. La cifra equivale al 48% de detenciones en el país (sin incluir a Guayas).
La embriaguez es la segunda causa de accidentes. ¿Y? 10 429 personas han quedado con discapacidad en las vías. No, no hay que dejar de ir a La Mariscal, sino ser concientes de esa tragedia en lo cotidiano, al ir a ‘la zona’, al cruzar la calle, al manejar bici, al usar el celular. Se prescinde conciencia, y no esperar a que los gestores de leyes vuelvan a fracasar, como en Montecristi, porque la cultura vial no se hace en el papel.