Sus dedos juguetean con las pulseras de pepitas que visten sus muñecas. A ratos, el movimiento se detiene y se aprecia sobre su antebrazo derecho un tatuaje. Con tinta, Pedro (nombre protegido) escribió el nombre de su madre.
En el patio del Hogar de Tránsito (para jóvenes de 13 a 15 años), en el centro de Guayaquil, el adolescente cuenta los días, las horas, los minutos… Ahí, en una pequeña habitación, junto a otros chicos de su edad, cumple una sanción de tres meses. “Me crié en la calle. Me junté con malas amistades… Y a los 13 años comencé a robar”.
Está internado por un asalto en un bus, en Quevedo. “Saqué el revólver. Y había personas que se ponían a rezar en el asiento. Eso me daba suerte. Cuando veía el temor de ellos me sentía subido, como el más bueno”.
Esta no es su primera sanción. Denuncia que en el 2008 fue llevado al Instituto Profesional de Varones II, un sitio para adolescentes infractores de 16 y 18 años (él tiene 15), detrás del Hogar de Tránsito. Sus ojos color miel se tornan rojizos cuando lo recuerda. “Allá veía que a los que recién llegaban les hacían cosas peores que en la calle. A un amigo le partieron la cabeza. De este lado es más tranquilo”, relata.
En la sala de pintura, los jóvenes pasan el tiempo trazando montañas con acuarelas y pinceles que bosquejan pedazos de cielo. Un muchacho de quijada alargada y rostro inocente da los últimos retoques a su lienzo: Miguel (nombre protegido). Para él es el primer internamiento. Fue acusado de robo. Pero antes de llegar al Hogar de Tránsito también pasó más de una semana en el otro lado. “Allá todos están amontonados y te extorsionan. Si uno no da’ le hacen una 30-30”, dice el chico mientras desliza su dedo desde la coronilla hasta la oreja.
Las grescas entre adolescentes son frecuentes en el Instituto Profesional de Varones. El nombre está tallado en la descolorida pared del reclusorio, en la Lizardo García y Calicuchima. Ahora, las autoridades lo llaman Centro de Adolescentes Infractores (CAI).
A su salida de una visita, el rostro de María (nombre protegido) luce demacrado. Su hijo Alberto (nombre protegido), ingresó al CAI este año. Entre sollozos ella cuenta que a los pocos días de entrar tres chicos le pegaron. Le rompieron el maxilar inferior.
Adentro, según relatos de otras madres, los chicos permanecen en cuatro celdas, donde duermen en el piso, en hacinamiento, sin servicios básicos.
Con una moneda de 25 centavos en su mano, Andrea (nombre protegido) camina por la acera de la calle Calicuchima. Desde cuando acusaron a su hijo Luis (nombre protegido) de robo, acude a las visitas. Siempre había escuchado los comentarios sobre los ajustes entre bandas, hasta que fue testigo de un enfrentamiento, el martes. “Fue como que se metió el diablo, había sangre por todos lados”, relata la mujer.
Ocurrió a las 14:30, durante el horario de visitas. “Cuando alcé la mirada, porque estaba escondida en un baño, vi que a un chico le hicieron un hueco en la mejilla con un cepillo de dientes. A otros le rompieron la cabeza y a otro lo apuñalaron”, dice, aún impactada y temerosa por su hijo.
Hace seis meses, Cristian (nombre protegido) salió del CAI. Volvió a robar en las calles, pero dijo basta. “Vi cómo murieron mis amigos. A mí me dieron un balazo, ahora solo quiero trabajar por mi familia”, dice, mientras enseña una cicatriz en un brazo.
De sus tres meses de internamiento, Cristian recuerda que solo vio maltrato y amenazas de sus compañeros. En sus primeros días dentro del reclusorio tuvo que obedecer las órdenes de los más antiguos para evitar que lo golpeen. Y aunque adentro hay entre cuatro y ocho policías, él dice que solo están para vigilar que no escapen, mas no para detener las grescas. “Esta es la ‘Peni’ chiquita, las órdenes vienen del penal. Hay un representante de la banda de los rusos, es menor de edad”.
Con algo de temor, una madre revela que recibió llamadas de adolescentes del centro que la amenazaban con golpear a su hijo si no hacía lo que le exigían. “Me pidieron que les trajera una libra de marihuana y 200 dólares, y que me iban a dar un número de cuenta para depositarles”.
Para evitar las disputas, los directivos habían repartido a los internos en dos grupos: los chicos de buena conducta -que son unos 35 adolescentes- y los conflictivos –alrededor de 130-. Pero dicen que en los últimos meses el control se escapó de sus manos.
La Subsecretaría de Justicia y Derechos Humanos está encargada del CAI. Anunció un proyecto para mejorar la conducta de los internos, pero este aún no se aplica. Kléber Loor, delegado de esa entidad en el Litoral, asegura que el proceso será largo, pues reconoce que hasta ahora no se ha dado una rehabilitación real.
Loor asegura que se invertirá en el mejoramiento de la infraestructura de los centros, en talleres, y que se hará un cambio total de los directivos, policías, inspectores y psicólogos.
Pero el anuncio no convence al Movimiento de Niños, Niñas y Adolescentes del Guayas. Eliana Mejía, de 17 años, integrante de ese colectivo, apoya que se mejore la infraestructura del centro, pero no comprende por qué no se aplican las medidas socioeducativas planteadas en el Código de la Niñez y de la Adolescencia, aprobado en el 2003. Estas determinan que no se puede tratar a los adolescentes como delincuentes.
“Hay casas de acogida para 200 adolescentes, acá hay jóvenes que ni siquiera duermen en camas. Pero el trabajo debe comenzar por la sociedad”, refiere.
Heridas, moretones, cejas rotas, suturas en la cabeza’ son imágenes recurrentes. Isabel (nombre protegido) las ha visto en los chicos del CAI cada martes y viernes que acude a visitar a su hijo.
“Hay mayores de edad (de 28 y 30 años, denuncian las madres) que agreden a los más chicos. Esconden las escobas debajo de la cama para golpearlos y hasta tienen cuchillos”. En la revuelta del martes en la correccional hubo una decena de jóvenes heridos. Un adolescente fue apuñalado y llevado en una ambulancia al Hospital Luis Vernaza.
“Esto no es un centro de rehabilitación, es un centro de destrucción”, dice una madre, en la puerta del CAI, mientras adentro se escucha que una inspectora regaña a gritos a un grupo de jóvenes.