Juan Luis Hidalgo vive en Guayaquil y dice que en su conjunto ahora hay facilidades para movilizarse. Foto: Enrique Pesantes / EL COMERCIO
Juan Luis Hidalgo, víctima de accidente de tránsito
‘Cuando abrí los ojos sentí que estaba conectado a cuatro tubos. Uno me ayudaba a respirar y el resto permitía alimentarme. No podía moverme. No sentía nada por debajo de mis hombros, porque el accidente de tránsito fue tan fuerte que mi columna quedó destrozada. Recuerdo que, al principio, cuando me desperté en la clínica, después de 24 horas, no entendía nada, no recordaba que mi auto se había volcado.
Era 16 de junio del 2002. Para entonces apenas tenía 18 años y estaba en Miami-EE.UU. Había llegado a ese país para festejar mi graduación en el colegio. Pasé unas vacaciones hermosas, pero tenía que regresar a Ecuador para iniciar la universidad.
El accidente se produjo justo el día del retorno. Por eso, cuando me di cuenta que estaba hospitalizado la primera idea que tuve fue que a lo mejor el avión en el que viajaba cayó.
Mi cerebro se quedó en blanco; no lograba asimilar la realidad. Recuerdo que quise hablar y tampoco pude. Intenté levantarme, pero las piernas y los brazos no respondían.
Estaba desesperado. Mis papás, que habían viajado de urgencia desde Guayaquil, me pedían que me calmara y me contaron que el vehículo que yo manejaba había dado vueltas de campana en la carretera.
Lo último que recuerdo de ese episodio es que conducía de madrugada.
Luego, mis padres me indicaron que los bomberos me habían liberado y que un helicóptero me trasladó al hospital. Después de eso todo fue difícil. Pasé 60 días en una cama sin moverme. Me comunicaba con los ojos. Si quería decir sí debía cerrarlos dos veces. Y si quería decir no cerraba una sola vez.
Cuando estás en esas condiciones no eres consciente del tiempo. No sabía si era de día o de noche.
En total, en Estados Unidos me quedé tres años recuperándome, pero nunca volví a caminar.
Cuando regresé a Ecuador, en el 2005, intenté retomar mi vida. Quería estudiar economía, pero ninguna institución tenía ascensores. El director de una universidad de Guayaquil me dijo que no me preocupara, porque los conserjes o mis amigos me ayudarían a subir al segundo piso de la facultad para llegar al aula.
Eso me desanimó por completo, porque no había facilidades. La gente te puede ayudar un día o dos, pero cinco años de carrera no iban a soportar. Por eso decidí posponer mis estudios y empecé a vender productos que traía de EE.UU. como teléfonos celulares, ropa, perfumes, etc.
No salía mucho de casa, porque en Guayaquil y en parte del Ecuador había muchas trabas para moverse.
Los buses no te llevaban. Las veredas no tenían rampas. Los vehículos obstaculizaban los pasos. No ha cambiado por completo eso, pero poco a poco se toman medidas.
En el conjunto donde vivo no había accesos para sillas de ruedas. Tuve que pedir a la administración y adecuaron espacios. Cuando salía a un centro comercial me encontraba con los mismos problemas. Solo había gradas. También ha cambiado.
En los días difíciles me contactó la Fundación Corazones en el Cielo y empezamos a dar una serie de charlas en colegios y universidades.
Había un grupo que dramatizaba toda la secuencia de un accidente de tránsito. Yo intervenía cuando se hablaba de las consecuencias.
Era un espacio para contar cómo la vida te puede cambiar después de un siniestro. Les relataba cómo tuve que aprender a hablar nuevamente, pues durante ocho meses solamente balbuceaba y apenas emitía sonidos. Los terapistas me enseñaron a pronunciar vocal por vocal, palabra por palabra. Es todo un proceso.
En las charlas les decía lo difícil que era para mí cumplir necesidades básicas como bañarme, ir al baño o vestirme. Necesitas ayuda para todo.
En los días más duros estuvieron ahí mi papá y mi mamá. Ellos me ayudaban a hacer todo. Te vuelves dependiente completamente. Una vez en Guayaquil me instalaron un baño con una silla especial para bañarme.
Con las charlas recorrí el país. Nos presentábamos en auditorios gigantes. Un día me dijeron que había 1 000 personas. En ese momento es que decido estudiar psicología. Lo hice a distancia y terminé la carrera a mediados del 2020, en plena pandemia.
Con mis conocimientos he podido dar conferencias de sensibilización a choferes de buses. Ellos se impactan con las historias que contamos y palpan la realidad de las consecuencias.
Pero los niveles de siniestros no bajan. Son miles de personas que cada año quedan con heridas o con lesiones para toda la vida. No solo basta saber manejar y conocer las leyes para entregar la licencia. Hay que mejorar la formación de los conductores.
En estos años pensé que las cosas cambiarían con un Presidente en nuestras mismas condiciones, pero no. Conozco a mucha gente que ha vendido sus bienes para comprarse una silla o una grúa para levantarse y bañarse. Mis insumos, por ejemplo, han sido donaciones de los EE.UU.
El apoyo familiar es vital en estos casos. Tuve la fortuna de conocer a mi esposa cuando regresé de Estados Unidos. En el 2009 nos casamos en el civil y tenemos una niña de 11 años. Ellas me impulsan para seguir”.
Su vida
Juan Luis Hidalgo tiene 37 años. En el 2002 tuvo un accidente de tránsito. Hoy es psicólogo y desde el 2012 dicta charlas a conductores. Actualmente estudia una maestría en una universidad de España. Dice que intentó formase en un centro educativo del Ecuador, pero que por su discapacidad apenas le daban el 10% de la beca. Cuenta que en el extranjero le dieron el 40% y que eso le ayudará para formarse.