José Ayala Lasso
Pocas veces una conferencia internacional ha concitado más atención que la de Dinamarca. Esta reacción es resultado de un proceso de toma de conciencia sobre dos factores: primero, la constatación de que vivimos en un mundo globalizado en el que las acciones de cualquier Estado, institución o persona repercuten y afectan los intereses y derechos de los demás; segundo, que todos somos responsables de nuestro planeta.
Creo que en esta época, ya no podemos fundar nuestros planes de vida en una concepción de desarrollo autónomo. La interdependencia entre naciones y personas es incuestionable, lo que obliga a revisar algunas de las reglas que han orientado la convivencia internacional. En realidad, la soberanía, entendida como la facultad de hacer lo que un Estado decida, sin limitación alguna, va cediendo el paso ante las obligaciones que se derivan del hecho de vivir todos en un mundo empequeñecido por la tecnología.
La degradación del planeta es otro factor que se impone por su evidencia. Revisando la historia, sobre todo después de la Revolución Industrial, se puede concluir que hay países más culpables que otros por el dramático deterioro de la Tierra. Pero, frente al futuro, todos tenemos responsabilidades que debemos afrontar con igual decisión. Muchos libros se han escrito sobre las deficiencias de los modelos de desarrollo escogidos por el género humano, culpables de los problemas ambientales. Y no faltan razones para sustentar esas ideas. Pero la verdad que aflora como algo indiscutible es que la humanidad anhela progresar y para eso utiliza los bienes que le ofrece la tierra. Allí comienza el deterioro.
Lo que se necesita es tener clara conciencia de esta realidad. Poco a poco, así va ocurriendo. El Protocolo de Kyoto fue una primera conquista. Pero también puso de manifiesto la irresponsabilidad de algunos grandes países que no quisieron cambiar sus políticas. Al Gore ha contribuido mucho a dar luces sobre el tema. Y ganó, merecidamente, el Nobel.
El Ecuador ha llevado una iniciativa novedosa, dejar de explotar sus riquezas minerales de una zona si la comunidad mundial le compensa mediante la creación de un fondo que serviría precisamente para propiciar un desarrollo sano y sustentable. Independientemente de los méritos o defectos económicos de este proyecto, su valor consiste en haber abierto una puerta a la reflexión colectiva.
En Copenhague, las delegaciones de 190 estados se han visto presionadas por grupos ecologistas que representan a la opinión informal de la humanidad. Su voz tiene un enorme peso, cargado de admoniciones. Ojalá los delegados oficiales así lo comprendan y asuman compromisos serios, concretos y urgentes para salvar a nuestro frágil planeta.