Carlos Tello es un médico familiar, que se formó en Cuba. Trabaja en emergencias en el IESS-Quito Sur, desde que se inauguró el hospital. Vive con su novia y con su madre, de 80 años. Foto: Galo Paguay/ EL COMERCIO
El médico familiar, Carlos Tello, de 37 años, cada día atiende de 15 a 30 pacientes, con síntomas de covid-19, en el Hospital del IESS- Quito Sur. Compartió su testimonio:
“Como médico me pongo en los zapatos de los pacientes y sus familiares, soy empático, así que me angustio y siento impotencia porque una vez ingresados, algunos esperan hasta 15 días por una cama en la Unidad de Cuidados Intensivos (UCI).
Luego de que en el servicio de enfermería les toman los signos vitales, llegan a nosotros, estamos en el segundo filtro del triaje, en las carpas blancas. Mis compañeros y yo valoramos la gravedad de los casos.
Últimamente veo más pacientes morados, con gran dificultad para respirar. Hablan entrecortado, no se pueden comunicar y ese ya es un signo de alerta. Se los envía directo a la zona crítica, con los emergenciólogos, que los reaniman, les colocan oxígeno y vías para la medicina. Se hace todo lo posible para estabilizarlos. Unos tienen daño pulmonar, la coloración de su piel ya es azul.
Del 100% de la población que atendemos, 80% vuelve a casa con lo necesario para combatir síntomas. A otro 20% lo estabilizamos con oxígeno, se le hace tomografías de tórax, estudios de sangre y se aplica tratamiento médico intrahospitalario.
De ese 20%, 15% sufre neumonía entre moderada y severa y el 5% termina en terapia intensiva; lamentablemente, hasta 2% fallece.
Cuando vienen a la carpa llenamos su historia clínica; les consulto sobre sus antecedentes patológicos; si tienen alergia a un medicamento. A veces están acompañados de alguien que les ayuda a expresar lo que les pasa. Les pregunto ¿en qué le puedo ayudar? ¿Qué siente?
Me cuentan, en general, que no pueden más con tos seca, malestar general, fiebre. Algunos me dicen que estuvieron en una fiesta, que viajaron en el feriado. Les consulto desde hace cuánto tiempo están así. Valoro su presión, su saturación, frecuencia cardiaca, estado de conciencia; reviso sus pulmones y si cierto sonido me indica que enfrenta neumonía, se les coloca oxígeno.
La emergencia no es lineal. Revisamos diferentes tipos de pacientes. Todos los días hay un caso crítico, es decir alguien en malas condiciones.
Nosotros recibimos a pacientes que sospechan que se contagiaron, por eso vienen a una valoración médica. Quizá 30% de las personas tienen diagnóstico confirmado porque en el trabajo les hicieron una prueba o acudieron a un laboratorio. Algunos no son afiiliados a la Seguridad Social, pero no hemos dejado de atenderlos. Vienen porque no saben cómo detener la fiebre y no soportan el dolor en el pecho, sienten que se ahogan y no pueden respirar.
Acá les hacemos todos los exámenes que sean necesarios. A quienes pueden seguir el tratamiento en casa porque su condición no es grave, les enviamos todas las indicaciones para que baje su carga viral. Les advertimos sobre señales de alarma, para que regresen si se ponen mal.
En el segundo filtro de atención trabajamos en turnos de siete horas, de 07:00 a 14:00 y de 14:00 a 21:00. La hora diaria que queda la suman, para que laboremos sábado y domingo. Algunos meses, hasta tres fines de semana por mes. Somos 70 médicos en el área de emergencia.
La jornada es agotadora. Seguimos trabajando durante los feriados, y muchos compañeros no han logrado salir de vacaciones. Al inicio, hace un año, el SARS-CoV-2 era un virus totalmente desconocido. Solo sabíamos que mataba a muchas personas, con déficit respiratorio.
En el hospital se activó el código VM (virus en movimiento) y en los primeros días registrábamos unos cuatro pacientes con síntomas de covid-19 diarios. Pasó el tiempo y eran 50, luego 80. Por eso siempre sentimos temor de contagiar a la familia, de agravarnos y terminar con cuadros graves. Se piensa en esos escenarios cuando se ve morir a tantos.
Yo vivo en La Delicia, con mi novia, Andrea Cárdenas, y mi mami, Gloria Ponce, de 80 años, a quien hemos cuidado más que al oro. En octubre, perdí el ‘invicto’ y me infecté. Sentí dolor de garganta y me hice el examen. Presenté síntomas leves, siete días. Mi hermana, la médica Betsabé Tello, docente de la PUCE, me cuidó.
Mi mami reza todos los días por la gente. Está pendiente de las noticias, hasta tiene cuenta en Facebook. Así que no puedo ocultarle lo que pasa.
Durante toda la pandemia hemos atendido a 88 000 pacientes con afectación respiratoria; 253 en hospitalización, todos con toma de oxígeno. El problema es que los 43 puestos en la unidad de cuidados críticos (UCI) están llenos y la estancia es prolongada, más de 57 personas esperan.
Nuestra situación es dura, los parientes de los pacientes están sobre nosotros. Hay familias enteras, abuelitas e hijos esperando un espacio. Me dicen: ‘¿qué más se puede hacer doctor? No tengo USD 2 500 o 3 500 diarios para una clínica privada’. Además están llenas las de convenio con el IESS, bueno todas. Siento un carrusel de emociones”.