Frente a las críticas a la designación del Consejo de Participación Ciudadana, la respuesta ha sido que su selección se ha hecho, de acuerdo con lo que dice la Constitución, por un concurso de méritos, en donde lo que ha pesado son los certificados presentados y el resultado de un examen con preguntas de cultura general. Pero el resultado contradice el argumento, porque lo que en realidad se ha dado es que los siete miembros elegidos del Consejo tienen claras vinculaciones políticas y la mayoría de ellos son “cuota” del Gobierno.
Pero, una vez más, debemos establecer que la cuestión de fondo no es que se hubieran aplicado mal las normas, sino de que las normas mismas son perversas. Es el principio de designación por una supuesta “meritocracia” lo que debe cuestionarse. El tal concurso de méritos no es democrático ni representativo. Está condenado a ser siempre una farsa. No importa si se hace bien o mal el concurso. De todas formas, en la designación de ese consejo ni hay meritocracia posible ni democracia real.
Se puede escoger por concurso de méritos y examen de conocimientos a un buen jurista, a un buen carpintero, hasta a Miss Ecuador; pero no se puede seleccionar así a los buenos ciudadanos. ¿Qué certificados le hacen a uno un buen ciudadano? ¿Qué preguntas deben contestar quienes deben demostrar que son buenos ciudadanos?
Las atribuciones de control las tienen los parlamentos en todas las formas de democracia. Verdad es que en nuestro país el Congreso llegó a los más altos niveles de desprestigio, entre otras causas porque dominaron el compromiso político y la corrupción en muchas de las elecciones de funcionarios y en los procesos de fiscalización. Pero la solución a ese problema resultó peor que la enfermedad. El prurito de cambio no puede llevarnos a negar principios básicos como el de la representación por elección, que rige en todo el mundo.
En este país hubo una lucha para que los gobernantes fueran elegidos por la ciudadanía. Fue un derecho adquirido con grandes sacrificios. No deberíamos suprimirlo. Desde la colonia, los sectores populares eligen a sus autoridades. A nadie se le ocurre nombrar al Presidente de una cooperativa o a un Secretario General de un sindicato, ni siquiera al prioste de una fiesta, por “concurso”. Se vota y el que tiene más respaldo de la gente gana. No parece que debemos hacer menos cuando se escogen miembros de una alta función del Estado.
La ‘meritocracia’ entendida como nombramientos a base de pruebas confusas y certificaciones dudosas no es la elección de los mejores. Es una estafa, una ruleta que suplanta a la voluntad ciudadana. Peor aún si resulta evidente que al fin de fines los supuestos “méritos” son buenas conexiones políticas, que garantizan la elección con certificados y preguntas de por medio.