Roberto Mosquera ha dedicado 17 años de su vida a diagnosticar y tratar trastornos en las cárceles. Foto: Vicente Costales / EL COMERCIO
‘La gente me pregunta ¿por qué trabajas con pacientes en las cárceles? Porque siempre me apasionó entender el comportamiento de los presos y ayudar en su tratamiento. En 1999 llegué a los centros de rehabilitación y aquí sigo. Al inicio trabajé en la planta central de la Dirección de Rehabilitación, que era parte del Ministerio de Gobierno.
Luego me asignaron a la cárcel Tomás Larrea, en Portoviejo. Hoy, ahí funciona el área de mujeres.
Mi consultorio era muy pequeño. Solo cabían un escritorio y una silla.
Cerca de las 09:00 vino mi primer paciente. Era un hombre de 40 años, que estaba sin esposas ni custodia.
Noté que estaba enojado. ¿Qué le sucede?, le pregunté. Me dijo que lo tenían ahí por asesinato. Lo que pasó después me puso nervioso. Me contó que lo estaban culpando por un crimen que no había cometido.
Me dijo: doctor, ese muerto no es mío. Yo maté a otras tres personas, pero la responsabilidad por el cuarto no es mía, sino de mi hermano. Me preguntó si estaba bien que estuviese indignado. Le respondí sí, mientras me hacía para atrás y me alejaba. Sentí que él no se inmutaba por nada.
Así han sido todos estos años, con muchas experiencias. Tengo 60 de edad, 30 como psicólogo y 17 dedicados al tratamiento de los detenidos. Aunque hubo un tiempo que me alejé de las cárceles, pero he vuelto.
En el 2006 trabajaba en el centro de mujeres de Quito. Un día ingresé a mi consultorio y a los pocos minutos escuché correteos, silbidos y gritos.
Las internas dijeron que era una protesta por la mala calidad de la comida. Todos los trabajadores nos quedamos quietos. Pusieron candados en las puertas y nos quedamos adentro. Yo permanecí en mi consultorio. No hubo maltrato, pero siempre tienes zozobra de que se convierta en un motín violento.
Me encomendé a Dios, me mantuve tranquilo y todo se solucionó dos horas después, cuando llegó el entonces Director de Rehabilitación, ofreció mejoras y nos dejaron salir.
He visto motines, reclamos y momentos de tensión, pero nada como lo ocurrido en febrero con el asesinato de 79 presos, que fueron degollados, decapitados y hasta incinerados. Los victimarios deben tener rasgos psicopáticos y me imagino que habrían estado bajo efectos de drogas. No es normal lo que sucedió. He trabajado con presos violentos, con gente que tiene rasgos psicopáticos.
Ellos necesitan otro tratamiento para el control de la ira, agresividad, sensibilización sistemática y técnicas especiales que conocemos. En teoría, no podrían salir a la calle sin tener esta asistencia, pero hay decisiones judiciales que se cumplen.
He escrito cinco libros. Uno de ellos se titula ‘Psicología criminal’.
Me dediqué cuatro horas diarias durante tres años a investigar sobre casos como el de Daniel Camargo Barbosa el ‘Monstruo de Los Andes’, el ‘Comemuertos’ o ‘La Lagartija’.
Trabajé en sus partes psicológicas y vi cuáles han sido las situaciones y factores predisponentes, determinantes y desencadenantes para que hayan cometido tantas violaciones y asesinatos de niñas y adolescentes.
En Camargo encontramos que era hijo de un padre alcohólico, violento y dominante. Tenía una madrastra cruel. De niño sufrió abusos físicos y desarrolló odio a las mujeres.
Espero que esta obra sirva para construir políticas de prevención.
En el libro también recogí el caso del ‘Cuentero de Muisne’. A él lo conocí personalmente. Conversé algunas veces cuando lo teníamos que refugiar en el pabellón A del expenal García Moreno, porque había estafado a los presos diciéndoles que los iba a sacar por túneles que él conocía.
Se dieron cuenta del engaño y querían matarlo. Era un hombre con trastorno de personalidad antisocial y rasgos psicopáticos, muy inteligente y con la capacidad de actuar. Por eso convencía tan rápido a la gente.
Cerca al expenal funcionaba el CDP (Centro de Detención Provisional). En el 2006 atendí casos que me llamaron profundamente la atención. Recuerdo que había un hombre que dibujaba niños. Él era pedófilo y con las imágenes se excitaba.
Como no podía acceder a pornografía o fotos se estimulaba con eso. En esa época no teníamos un tratamiento específico. Pero atendimos su comportamiento psicosexual.
Nuestro trabajo es siempre buscar una salida. Sabemos que en todas las cárceles del país hay un déficit de psicólogos, pero nuestra tarea es necesaria para atender a los pacientes con personalidad psicopática que presentan agresividad, egocentrismo, indiferencia afectiva e inestabilidad emocional. Así tratamos de mejorar la vida de ellos y evitar que cuando salgan vuelvan a reincidir.
Hoy trabajo en el Centro de Adolescentes Infractores Virgilio Guerrero (Quito) y soy Director Nacional de Medidas Socioeducativas. Estoy a cargo de 11 recintos de este tipo.
Hemos visto varios casos. El año anterior, en Esmeraldas conocimos a un chico de 17 años que fue aislado seis veces por robo. Creíamos que era cleptómano. Logré entrevistarlo. Ahí se abrió y me contó que debía robar al menos un celular semanal, que eso le significaba USD 80 y que así ayudaba a su mamá sin trabajo’.