“¿Cómo no iba a hacerlo si lo que están viviendo es una pesadilla? Por eso no lo pensé dos veces. Cuando me enteré lo que pasó, le ofrecí mi casa a mi cuñada para que viniera con su familia. Aquí, ellos tienen un techo, un platito humilde de comida… pero sobre todo, tiene mi cariño.
Mercedes Minango es hermana de mi esposo Alfredo, y vino a mi casita junto a su marido, su hijito y su papá. Solo los cuatro quedaron de la familia de seis que eran. En el aluvión mi cuñada perdió a su mamá Rosa Guamán, de 73 años y a su hija, Johana Iza, de 22.
Ellos vivían en una mediagua en la Zona Cero, justo debajo de la cancha de vóley. Es un milagro que estén vivos. Minutos antes del aluvión, mi cuñada había salido con su hijo a comprar algo para merendar, por eso se salvaron.
Cuando cayó la ola de lodo, estuvieron en la casa su esposo, su hija y su madre. Las dos murieron de contado, pero a su esposo el lodo le arrastró calle abajo.
Cuando nos enteramos que bajó el aluvión fuimos corriendo a ver qué pasó, porque vivimos solo a unas cuadras.
Cuando llegamos ya todo estaba aplastado. La casita, por la que pagaban USD 15 al mes de renta, desapareció.
Buscamos en el lodo pero no encontramos nada. A las 9 de la noche nos dijeron que un Luis Iza estaba en el Hospital Metropolitano. Como así se llama el esposo de mi cuñada, fuimos a reconocerlo. Gracias a Dios era él. Como había sido arrastrado estaba golpeado, raspado de pies a cabeza.
En el hospital, donde pasó tres días, no debimos pagar nada. Un arquitecto donde mi concuñado trabajaba le ayudó a pagar, al igual que personas que nos conocían.
Él salió justo el jueves, para el traslado de su suegra y de su hija. El entierro costó como USD 1 500, pero gracias a Dios nos ayudaron a pagar personas de buen corazón, de fundaciones y del extranjero. También vecinos. Dios les pague.
Mi casa no es muy grande. Tengo cinco hijos, dos hombres y tres mujeres. La mayor tiene 34 años y la menor 16. Vivo con todos en mi casa, excepto con el segundo.
Yo nací en La Comuna y he crecido aquí. Mi casa tiene dos pisos. En el primero viven mi hijo y su mujer, que está embarazada. En el segundo vivimos todos los demás: yo, mi esposo, una hija soltera, mi otra hijita con su esposo y una niña de 2 años y mi ultimita.
El departamento no es muy grande. Tiene sala, comedor, cocina, cuatro cuartos y un taller de costura. En un cuarto donde antes dormía mi hija y en mi taller se acomodaron ellos.
Yo soy costurera. Aprendí a coser a los 16 años y nunca he dejado de hacerlo. Estudié corte y confección en el Colegio Virgen del Consuelo. No se gana mucho, pero sí se saca para poder sobrevivir. Antes de la pandemia, un mes bueno ganaba unos USD 400; ahora, ni 250.
Mi esposo es pintor de casas y muebles. A él tampoco le ha ido muy bien que digamos. Es bien difícil que consiga obras. Hace unas dos semanas recién le salió un trabajito, pero estaba desempleado desde septiembre. Yo le molestaba que estaba de vacaciones eternas.
Mi hija Nancy que tiene una bebita y vive conmigo también cose. Las dos trabajamos. Ella estudió Diseño Gráfico, y sabe de publicidad, y con eso nos ayudamos. He aprendido a compartir lo poco que tengo. Ahorita, ni mi cuñada ni su esposo están trabajando, pero sea como sea todos comemos. Sí nos han regalado alimentos.
No es fácil con tanto dolor que tenemos, pero nos tenemos uno al otro. A veces, cuando estamos reunidos, conversando o compartiendo la merienda nos reímos. Alguien hace una broma y por minutos nos olvidamos del dolor.
¿Sabe algo? A mí, desde niña, me ha gustado ayudar. Aquí en el barrio tenemos un comedor de ancianos y siempre me gustó ir a dar de comer a los viejitos. Ojalá las autoridades fueran también buenas y nos ayudaran a los pobres. Yo también vivo junto a una quebrada. Ojalá no deba haber más muertos para que hagan algo”.