Cuando la salud y la vida son la máxima prioridad, las otras actividades del ser humano, en analogía con el fútbol, van al banco de suplentes. La pandemia elevó esta realidad a la enésima potencia.
La albañilería no escapó al apocalipsis. Y los 43 171 trabajadores de 5 574 empresas del sector de la construcción que funcionan en Quito (según el INEC) viven horas difíciles.
Las cifras nacionales de la Cámara de la Industria de la Construcción (Camicon) visibilizan más el drama constructor: solo entre enero y febrero de este 2021 quedaron cesantes 6 000 personas y entre el 16 de marzo 2020 y el 8 de abril 2021, el Ministerio de Trabajo recibió 83 390 actas de finiquito.
Estos tiempos inciertos de los albañiles “legales” son, sin embargo, juegos de niños si se comparan con los que agobian a sus colegas anónimos, que conforman el contingente informal (como parte del 60% de ecuatorianos que trabajan en la informalidad) al que el covid ha golpeado, sin eufemismos, como a sacos de boxeo.
Son albañiles que nacieron con un bailejo en la mano, pero no han tenido una ‘chauchita’ en los ya 16 meses de pandemia. Ese es el caso de Estuardo Cárdenas, un carchense nacido en Los Andes, cantón Montúfar, hace 61 años.
El hombre, que aprendió la rutina de la plomada y el codal con sus tíos, ya paleaba duro antes de los 12. Vivió a salto de obra hasta que marchó al servicio militar obligatorio en Ambato. A los 23 se vino a Quito, cargando un parco atavío con solo las 23 herramientas que tiene todo albañil.
Arrendó un cuarto en la Rumiñahui, en el norte, y su primera obra fue en Carcelén.
Se casó con Rosa Suárez, tuvo dos hijos (Érika y Édgar) y ha vivido modestamente, con ingresos mensuales de USD 400, más los que aporta una tiendita que abrió hace años en La Tola Baja. Ese negocio es el que hoy le da de comer, pues sus ahorros dispararon los últimos centavos hace rato.
Sin una obra desde marzo del 2020, Estuardo engaña sus días limpiando las tres sueldas eléctricas, los tres taladros, los seis esmeriles y otras herramientas que adquirió en sus 30 años de oficio. Las cuida como un padre que espera, con ansia, oír el milagroso ruido que hacen cuando se usan.
El caso de Carlos Manuel Collantes es un ‘prínter’ del de Cárdenas. El delgado maestro nacido en Los Dos Puentes en 1952 no sabe lo que es colocar una cerámica o cañería desde hace un año. Albañil desde que regresó de las montañas de Quinindé donde aserraba madera, aprendió el abecé constructivo en la Mutualista Benalcázar para luego lanzarse al ruedo y ganarse el pan solo. Tenía 20 años.
Desde 1972, Collantes ha vivido entre la cruz y el agua bendita, más mal que bien, pero siempre con un optimismo de deportista de élite.
Reside junto a su madre y sus dos hermanas -solteras como él- en una casita que se agarra de la loma que acuna al barrio Jesús del Gran Poder, bien arriba de La Magdalena. Como no le cae ni una chaucha, se ocupa leyendo libros de historia y la Biblia o en su carpintería y cerrajería, fabricando objetos que le ayuden a remendar su magro presupuesto.
Más benigno ha sido el recorrido de Manuel Vega, un pujilense de 37 años que tuvo la suerte de encontrarse con su ángel guardián en el 2005, a pocos días de arribar a Quito y ser admitido como conserje del edificio Tarragona.
Su mecenas fue el coordinador del proyecto, arquitecto Pedro Moreno, quien le firmó el pase para que cuide y trabaje como ayudante en las obras de su grupo: PMJ Arquitectos.
Y esa ha sido la vida del servicial Manuelito. En esa empresa vio nacer y crecer a sus dos hijos, siempre junto a su esposa, María, quien es más que su brazo derecho.
En esos 16 años, Manuel ha visto nacer 65 casas en Parques de Granada 1; 30 más en Parques de Granada 2; otras 30 y 60 en Parques de Galicia 1 y 2; y 120 inmuebles más en Parques de Girona…
Vega agradece al creador porque no le ha faltado trabajo sino desde el 16 de marzo hasta el 11 de mayo 2020, cuando debieron cerrar debido al confinamiento obligatorio.
La senda de Rafael Manuel Criollo, albañil por oficio y guardia por necesidad, ha sido más escabrosa. Pero lo ha sorteado con fe y voluntad.
Nacido en el Comité del Pueblo, norte de Quito, hace 42 años, Rafael reside ahora en Sangolquí (cantón Rumiñahui) y tiene 4 hijos (los mayores ya le ayudan en las obras) con Rocío, quien labora en quehaceres domésticos para completar el siempre escaso ingreso familiar. Preocupado, confiesa que antes de la pandemia le iba mejor porque ahora las chauchas no le producen ni USD 300 al mes, pues las realiza en los días que no tiene turnos de guardianía en la empresa donde labora.
La historia de Mario Guafgual es asintomática. Nacido en San José de Minas hace 32 años, dejó rápidamente el -para él- poco rentable negocio de la agricultura y se vino a Quito, donde encontró la médula de la albañilería y la ha exprimido como a un jugoso limón.
De hecho, explica este emprendedor, luego de aprender todos los secretos del oficio en un conjunto en la Mitad del Mundo vio que el éxito estaba en dirigir una cuadrilla (seis a ocho ayudantes). Y a eso se dedicó con ahínco. Su percepción dio en el blanco, tanto que afirma que la pandemia no le afectó demasiado, pues siempre tuvieron trabajo él y su equipo. En los momentos más críticos, explica con seguridad, lo único que disminuyó fue el número de miembros.
Con ingresos promedio de USD 800, el maestro Mario puede mantener con decencia a su esposa July y sus hijos de 12 y 10 años. Y está convencido que el panorama seguirá mejorando… porque, como dice, así palpita la vida.