Desde su rincón, el antropólogo quiere contribuir a la comprensión de un debate, más bien una controversia entre los partidarios de las tradiciones taurinas y festivas, y los detractores de las corridas de toros, que ocurre en un sector latinizado del mundo occidental.
Unos y otros desenrrollan pancartas de defensa y ataque, pero poco a nada dejan traslucir que conociesen el trasfondo civilizacional y socio-cultural de sus orígenes. No se puede negar que los detractores aparezcan como idealistas de la posmodernidad, frente a supuestos miembros de un statu-quo, que añoran las tradiciones. Quizá valga la pena revisar la estructura social en que éstas se originan.
Sectores anteriormente ultra-católicos de Europa, con España a la cabeza, Portugal, y México, Perú, Bolivia, Ecuador, Venezuela, y algún otro, en América, son constructos sociales históricos formados en la Contrarreforma, un movimiento que tuvo lugar dentro de la Iglesia católica apostólica romana en los siglos XVI y XVII, con el intento de reformar la iglesia y detener el protestantismo de Lutero. El movimiento fue tan potente que llegó a transformar la sociedad, más en América que en Europa.
La espiritualidad de la causa condujo a las tareas de evangelización de los nuevos territorios.
La formación social de América moduló a España. La corte se hizo rica y construyó Casas Reales. Aparecerá acá el pueblo de indios, la plaza con la iglesia, casa para gobernador, padre, cacique, hospital, además cárcel y corral. Pero la plaza debía servir ocasionalmente para corridas de toros. Aunque en Ecuador colonial la tónica fue el ganado ovejuno para los obrajes, no tardó en aflorar la crianza del toro bravo, utilizado con frecuencia en fiestas de pueblos grandes.
En Quito, la Plaza Mayor fue también plaza de toros por 300 años. El resultado macro fue el aparecimiento de dos ritos: uno, la sublimación del arte “barroco” en las iglesias y, otro, el establecimiento de las festividades en honor del santo patrono del pueblo o ciudad, a las que con frecuencia el hacendado regalaba un bovino. Las corridas de toros en estos países parecen tener el simbolismo de un acto de sacrificio final donde debe “correr sangre”–tanto del animal como del torero-, como rito de expiación general. La estructura mental tradicionalista, no alerta que sea un maltrato del animal, sino un ritual de sacrificio, que está internalizado en el hombre andino o mexicano tras 500 años de endoctrinación socio-religiosa.
La fiesta preferida del pueblo quiteño fue la de Corpus. La fiesta era seria, pero permitía olvidar momentáneamente rivalidades, favorecer el esparcimiento, música, baile, aun la embriaguez y desenfreno, incluyendo la transgresión moral en las mujeres. Pero su mayor papel era movilizar los resortes psicológicos más activos de la solidaridad social. Casi es una parte de la identidad cultural, el querer a su terruño, por ello regresan los inmigrantes. Hoy la ley impide las corridas de toros en Quito, y los emblemas del posmodernismo, que aquí se transfiguran como ecologistas o metaleros, al condenar las corridas deberán enfrentar a un sistema viejo de cultura, que no se rinde fácilmente a la nueva tendencia. Recordemos: el rey Carlos III suprimió las corridas en 1770, pero resurgieron. Puede ser un “arte decadente” como escribía Hemingway. Pero el sistema social persiste en la fiesta, talvez porque el país no es todavía un Estado Social de Derecho, y el pueblo no dispone de todas las prestaciones que necesita del Estado, por lo que tiene todavía que recurrir a este sobreviviente estilo de solidaridad de la Vieja España.