Chulla vida nos dan. Yo elijo darle lugar a la mayor parte del transcurso que le queda a la mía aquí, poniendo énfasis en que sea aquí donde transcurran los minutos de tiempo extra que el árbitro, si aún no ha muerto, me conceda. Sobre todo quiero oír únicamente aquí el pitazo final.
Cómo no vivir en una ciudad que es tan descarada como para tener una Virgen como madre. Ella, como todas ellas, unas veces llora discretamente en dos dimensiones sus siete puñales y otras, baila desenfrenada en tres. Así se hizo gigante, mostrando su faz a una parte de sus pobladores y sus generosos movimientos traseros a otra.
Es que quienes la ven de frente y quienes la ven desde atrás tienen sus diferencias. Conviven y edifican de modos distintos y aún así hablan igual. Pero también tienen sus particularidades quienes la ven desde abajo que también hablan igual.
Son como tres ciudades. Pero en cada una hay un sinnúmero de distancias y altitudes, de ángulos para verla en otras geografías imposibles. Hay más ciudades, pero en todas se habla igual.
Pero no es solo el vector del punto de vista lo que cambia. Se la ve diferente, aún siendo la misma gigantesca y metálica bailarina, según el color del iris que recibe la imagen. Diferente e igual. Así debe ser, excluyendo, claro está, el grosero desequilibrio social.
Se convierte en una desagradable progresión geométrica muy agradable, tan fauno diversa como la que se tiene a las espaldas si se está viendo hacia el Pichincha o como la que se encuentra si se lo remonta. Cómo no se ha de vivir en una mil ciudades. Y morir una y mil veces allí.