La verdad de Quito es el zig zag. Abrupta, erizada, topográfica, sigue propagándose según su matriz inicial. Toma cuanta colina o valle encuentra.
No en vano ocupa una meseta que se alarga de sur a norte y se acorta en el centro. Eso les digo a mis amigos extranjeros, mientras les hago el tour obligatorio por los santos lugares.
Empiezo en San Blas, la Plaza del Teatro, San Agustín, La Compañía, Santo Domingo. San Francisco, La Merced. Es un recorrido nocturno y locuaz. Se me vienen a la mente leyendas e historias.
Una parada es La Ronda. Bajar y subir por la vieja callejuela, tan linda que está. Un par de empanadas por allí. Después, la 24 de Mayo. Les cuento que fue una quebrada que transformaron en bulevar, al igual que en las ciudades intrincadas: París, Barcelona, Praga.
Que la destrozaron en los noventa con cercos y desniveles. Luego la recuperaron y, ahora, el Fonsal va a convertirla en un gran eje transversal que suba, respetando sus gracias, por tramos, desde el Censo hasta la cantera del Aguarico. Mirar hacia arriba. El Panecillo. La Virgen con alas. Hay que ir hasta allá.
Sin niebla, la ciudad se mostrará, entera, una apoteosis de larguras y retorcimientos: plazas, torres; a un lado el volcán, un recorte negro contra un cielo con luna; los edificios del norte, y el más allá de la otra cordillera.
Girar la mirada. El sur inmenso ya. La planicie extendida hasta donde ya no se puede ver. Es hora de echar suertes. El Placer, San Juan o el Itchimbía. Ganan El Palacio de Cristal y el paisaje espléndido de El Mosaico.
Y para que no se mueran con tanta belleza, les brindaré un trago en la movida juvenil de La Foch y les diré unas pocas cosas malas de la ciudad escondida. No muchas.
Es autor de la trilogía de Quito: las novelas ‘Ciudad de Invierno’, ‘Sueño de lobos’ y ‘La Madriguera’.