Efraín Cepeda es el Rey de Piropo. Foto: Nathalia Jacome / EL COMERCIO
Era el típico guambra de barrio -vivo, vivo- que salía con la jorja a caminar por las calles de La Tola y a galantear, con respeto, a las chicas que paseaban del brazo de sus padres, luego del almuerzo. Allá por los años 45, don Efraín Cepeda, hoy de pelo blanco bien peinado y memoria privilegiada, se ganó el nombre de El piropero de Quito.
Los años lo obligan a caminar despacio y algo encorvado, pero no evitan que para la entrevista luzca elegante, con prosa, un terno negro y pañuelo rojo. Abre la puerta de su casa, en Cotocollao (norte) sonreído, donde vive solo, junto al departamento de una de sus nueve hijos. Su esposa, a la que por supuesto conquistó con piropos, murió hace seis años.
Nació el 27 de octubre de 1928, en Guaranda, nueve meses después del Carnaval. Lo cuenta con picardía y asegura que a eso se debe su alegría.
En una de las paredes de su pequeña sala cuelgan todos los reconocimientos que Cepeda ha recibido por sus poemas. Tiene versos dedicados a la capital, a sus calles, plazas y, claro está, a sus mujeres. Las autoridades lo reconocen como el último Chulla Quiteño, y este año fue nombrado patrimonio intangible de La Tola.
Ha escrito 35 libros de poesía y piropos. Los tiene regados sobre la mesa del comedor junto a un par de textos en los que aparece él como protagonista. Varios escritores lo toman como referencia al hablar de quiteñidad.
“La entrevista es sobre los piropos, ¿ verdad?”, pregunta y toma uno de los folletos que ha escrito en el que explica las métricas de las rimas, y con algo de nervios lo empieza a leer. Pero ese titubeo se va cuando habla sobre su vida y los lazos que lo unen a Quito.
Cepeda es uno de esos personajes a los que se los puede escuchar por horas. Cada anécdota es digna de ser llevada al cine. Pasó sus primeros años correteando por las colinas doradas, llenas de trigales, en la hacienda de su abuela, en Guaranda. Jugaba a las escondidas en esa casona de dos patios que tenía gallineros, horno de leña y un huerto. Pero a sus ocho años su hogar se destruyó y su papá vino a vivir a Quito.
Su madre, siguiendo los consejos del cura de la parroquia, los subió a él, de ocho años, y a su hermano menor, de seis, a un camión de naranjas y los mandó a la capital para que su padre los educara.
El viaje fue largo y frío. Al llegar a Quito, el camionero entregó los productos en la avenida 24 de Mayo y con la dirección que la mujer le había entregado en la mano, dejó a los dos niños en una vivienda del Centro y se fue.
Efraín golpeó la puerta una, dos, diez veces y nadie abrió. Tomó de la mano a su hermano y por varias horas se quedaron allí parados. Así fue el primer encuentro entre Cepeda y Quito.
Don Jacinto Jijón y Camaño y su esposa se apiadaron de ellos y los apadrinaron. Al hermano menor lo enviaron a un orfelinato y a Cepeda lo ingresaron a un convento, pero al poco tiempo se fugó. “Después de ser un niño mimado, consentido, no me gustó que me den órdenes. Tenía mi autoestima muy elevada… Aún la tengo”, bromea.
Una noche trepó el muro y salió por un chaquiñán. Fue a parar a un potrero en donde hoy funciona el Hospital Baca Ortiz. En ese entonces, allí terminaban las rieles del tranvía.
Llegó hasta la plaza de Santo Domingo y se encontró con un grupo de indígenas que dormía en los portales. Entre ellos estaban los cargadores, a los que hoy Cepeda llama ‘el gremio de transportadores a cordel’.
“Anda a tu casa a dormir” le gritaban, pero él se acomodó en un extremo, sobre la piedra y trató sin cobijas, de evitar el frío. Varios años después, recogió esos recuerdos y le dio vida al poema El niño de los portales.
Sin bañarse, y algunos días sin comer, Cepeda calmaba la sed en el convento de Santo Domingo, en una pileta a los pies de la imagen de San Vicente.
Gracias a ese carisma que aún conserva, se acercó a uno de los limpiabotas que trabajaban en la plaza, que todos los días solía cerrar la atención a la hora del almuerzo. El pequeño, de sangre ligera y vivaz, le pidió que le dejara atender el negocio mientras el dueño se alimentaba. Aprendió a lustrar zapatos solo mirando.
Cada limpieza cobraba cuatro reales y los depositaba en una caja de lata junto al sillón. A cambio, recibía un par de monedas con las que iba a comer morocho de leche, en plato de barro y con cuchara de palo en el gallinero de la av. 24 de Mayo, donde comían los cargadores.
Recordaba que un primo de su papá era dueño de una ferretería. Se llamaba Miguel Proaño. Durante varios días buscó el negocio hasta finalmente encontrarlo. Con las manos negras por la tintura del oficio que había improvisado, se quedó mirando el local desde lejos. “Ella debe ser mi tía”, “ese otro joven mi primo”, pensaba, pero se avergonzó y se marchó.
Hasta que un día Proaño se acercó a lustrar sus botas y Cepeda lo atendió. Le preguntó al niño su nombre, y el de su padre y lo reconoció. Lo llevó a casa. Lo alimentó. Lo bañó en una tina enlosada. Y al fin, pudo dormir bajo techo.
Cepeda vivió pocos años en San Marcos, pero pasó su adolescencia y juventud en La Tola. Allí escribió sus primeros versos.
Alrededor de su cama hay enciclopedias y libros de historia que Cepeda suele leer antes de dormir, y que le han servido de base para varios de sus poemas. Es amante empedernido de los versos, del galanteo respetuoso y de la broma inteligente. Pero en su vida tiene otra pasión: el billar.
A sus 11 años fue a vivir a la casa de unas primas que tenían el negocio de parchar llantas de bicicletas. Allí aprendió a trabajar con caucho. Una mañana llegó un señor de poncho con un rollo de caucho bajo el brazo y dijo que tenía bandas de billar que no resorteaban y que necesitaba que las repararan. Pero su tío rechazó el trabajo.
Cepeda, en secreto, siguió al hombre y aceptó la obra. Durante cinco días, junto a su prima, trabajó en esa tarea a escondidas del adulto. Un día antes de la entregarla, el tío los descubrió y regañó argumentando que en Ecuador nadie estaba capacitado para intervenir esas mesas que venían de Europa. Temía una demanda si los niños echaban a perder la mesa. El tío entregó la obra y Cepeda no recibió ni un real.
A la semana siguiente, el hombre regresó para agradecer por el trabajo y llevó otros clientes. Con habilidad y esfuerzo, Cepeda aprendió todo sobre el billar. Incluso se las ingenió para limar bolas de marfil con la ayuda de aros de rulimán.
Unos meses después, animó a su tío a cambiar el paño de una mesa. ¡Pero no sabemos¡ reclamó el adulto. Cepeda trajo un lápiz y una hoja, enumeró cada pieza y la desarmó. Un año después, construyó su primera mesa. Así empezó la industria del billar, en el 44.
Uno de los recuerdos que Cepeda tiene en su memoria fue cuando vendió su primera mesa. Fue junto a su tío a una feria en Riobamba, a exhibir el billar. Rentaron un local para que Cepeda se encargara de la venta. Le dejó 20 sucres para su comida y la instrucción de que lo vendiera a menos de 5 000 sucres.
Los días pasaban y nadie se interesaba en la compra, así que decidió rentar el billar a los militares del pueblo. Les cobraba dos reales cada mesa. Consiguió un reverbero y empezó a vender canelazos. Compró unas barajas y también las rentaba. Así se mantuvo hasta que consiguió venderlo a 7 000 sucres. Puso el dinero en su bolsillo, aseguró la tela con un imperdible para evitar que le roben y regresó a Quito.
En el comedor de su casa tiene los trofeos que ha ganado practicando ese deporte. Algunos opacos por el paso del tiempo. Fue fundador de la Asociación de Villar de Pichincha y vicepresidente de la Federación Ecuatoriana de Villar, durante 32 años.
También colecciona los recortes de los periódicos que lo han entrevistado. La mayoría de ellos fue por reconocimientos que recibió por sus poemas. Y como es de esperarse, también le escribió versos al billar.
Fue fundador del Club de Poesía La Delicia, el 14 de febrero del 2002 y cada año colabora en la organización del Festival del Piropo, como parte de la celebración de las fiestas de Quito.
El apodo de El Rey del Piropo lo recibió del expresidente Rodrigo Borja, quien en una ceremonia, cuando Cepeda fue dirigente de la Concentración Deportiva de Pichincha, el mandatario le pidió dedicarle unos versos a la primera dama.
Hay momentos en los que le gana el sentimiento y sus ojos amenazan con lagrimear al recordar ciertos episodios de su vida, como aquella vez que conquistó a Beatriz Peñaherrera Campana, su esposa. “Al pie del balcón florido/ te canto esta serenata/ yo quiero ser su marido/ porque esta pasión me mata”. Le dijo en una de las serenatas que solía dar junto a sus amigos. “Dábamos serenos con piano. Éramos los dueños de la noche… Los dueños de la noche”, repite y se queda por unos segundos con la mirada congelada, como añorando ese Quito de antaño.