La calle Vargas tiene veredas amplias. Los cables de luz obstruyen el paisaje y los rótulos de los locales revelan lo que se allí se vende:
“Bordados y uniformes” reza un pliego amarillo colgado de manera vertical al poste. Justo en frente está el Colegio Mejía, una institución tradicional de Quito.
El olor a nuevo de las prendas inunda el local de Luis Loor, de 53 años. Su negocio funciona en el Centro de Quito hace 20 años. Los tonos azul y amarillo resaltan a la vista y evidencian a qué establecimiento pertenecen los uniformes.
Hay dos pequeños maniquíes para exhibir las prendas de hombre y mujer. Ese plantel acoge a más de 8 000 estudiantes y está próximo a iniciar las clases del año lectivo 2022–2023. Los ojos de Loor muestran esperanza. Sus manos cálidas reciben a cada cliente que llega. Este año siente que todo volverá a la normalidad.
En 2019, antes de la pandemia, vendió mil uniformes. En 2020, el peor momento de la crisis sanitaria, no vendió ni uno y en 2021 tampoco. Para este 2022 anhela volver a los números de antes.
“Estábamos pensando en cerrar”, admite. El arriendo del lugar alcanza los USD 500; sin ventas, el costo se fue convirtiendo en un desafío casi imposible.
Su sustento lo encontró en la venta de huevos. Por primera vez en dos décadas enfrentó una crisis de esa magnitud. Solo del seguro social de sus cinco empleados tiene un saldo a pagar que asciende a USD 4 000 y cree que tardará un par de años en cubrirlo.
Según el Ministerio de Educación, en Quito estudian alrededor de 620 000 menores. En promedio, cada uno usa 2,6 uniformes; esto incluye calentador, ropa de diario y un terno o chaqueta de casimir.
Por un decenio, Jenny Bonilla, de 40 años, ha sido la propietaria de un local que fabrica uniformes y disfraces frente a la Unidad Educativa Fiscal Juan Pío Montúfar, en el sur. Advierte a los clientes que no compren todavía la chaqueta para los que ingresan a la escuela.
“Eso aún está en veremos”, les dice a los padres. Según anuncia, las autoridades no han decidido si pedir ese tercer uniforme para los más pequeños.
La indumentaria varía de acuerdo con cada establecimiento. Sin embargo, continúa en vigencia el Acuerdo Ministerial 34-A de 2018, que permite a los alumnos el uso de accesorios siempre y cuando cumplan con los lineamientos del Código de Convivencia Institucional.
Mientras los padres deciden qué uniformes comprar, Bonilla confeccionó mascarillas con el sello del colegio que está frente a su local. Entre risas cuenta que los egresados han llegado a comprar este y otros implementos.
La misma situación la vivió Loor, quien ha fabricado chompas contra el frío. Estas llevan el nombre del colegio, pero no son parte del uniforme. Con eso busca reactivar su economía. Con un suspiro, él admite que no solo piensa en su bolsillo. De ese trabajo comen seis familias. Las de cinco empleados y la suya propia.
En un recorrido realizado por este Diario por el centro y sur de Quito, 15 locales de venta de uniformes revelaron que durante la pandemia prescindieron de los servicios de, al menos, un trabajador.
No fue así en el caso de Loor. En su taller, las costureras rotan por las diferentes máquinas para terminar las prendas. La luz es tenue, pero permite mirar las sonrisas de las dos operarias que retoman poco a poco su jornada habitual.
Así mismo brilla el rostro de Magdalena Añasco, de 34 años, mientras cose una falda. La tela es azul y corre veloz por la aguja de la máquina blanca. Ella trabajó por más de nueve años en un local de uniformes en la calle Imbabura. En la pandemia la despidieron, porque el negocio se mueve solo por la venta escolar.
Sin despegar los ojos de su costura, respira aliviada al volver a su lugar. Es una silla llena de retazos de colores, donde permanece de 09:00 a 18:00. Aunque cada tanto se estira para aliviar la tensión en su espalda, ahora es mayor el respiro económico de volver a percibir un ingreso.
“La economía está difícil para todos”, reconoce Loor, propietario de Bordistamp. Por eso ha tratado de no subir los costos drásticamente. Esto pese a que la materia prima sí ha tenido un incremento.
Antes, un metro de casimir costaba USD 5,90 y ahora subió un dólar. Puede parecer poco, pero en la cantidad y sumando otros insumos, todo esto representa un valor importante. Una falda se elabora con aproximadamente 70 centímetros de tela. Se vende en USD 12, dependiendo de la talla, y deja una ganancia de unos USD 3.
Loor espera que estos aires pospandemia le permitan salir de las deudas que la crisis le ha dejado. Lo que también le quedó fue el aprendizaje y la fortaleza para continuar con un negocio que se niega a morir.