imagen referencial. El viernes 30, en San Blas, en el Centro Histórico, un grupo de trabajadoras sexuales esperaba clientes. Foto: Eduardo Terán / El Comercio
En el Centro Histórico de Quito se la ve parada en una equina. Tendrá apenas 19 años; es morena, de pelo cobrizo, delgadísima. Viste una licra y luce más alta gracias a unos zapatos con plataforma. A su alrededor pasa la gente despreocupada. Ella espera que alguien se detenga y pague por sus servicios para poder sobrevivir.
La muchacha, ubicada a escasas cinco cuadras del Palacio Presidencial, luce pensativa. De pronto mueve la cabeza y mira a un hombre pequeño. Tal vez podría convertirse en un cliente que, por USD 6 o 10, adquiera sus servicios sexuales.
“Nosotras somos mujeres que ejercemos el trabajo sexual, pero tenemos derechos”, afirma. En cinco ocasiones, Lourdes Torres, presidenta de la Asociación Prodefensa de la Mujer, resalta ese hecho. “Repito esto porque se nos trata como si no tuviéramos el derecho a laborar, a tener acceso a la salud, a comer, a educación para nuestros hijos”.
Su organización reúne a 3 600 trabajadoras sexuales que antes de la pandemia laboraban en 250 clubes de Quito.
Desde el 16 de marzo pasado, los Comités de Operaciones de Emergencia nacional y metropolitano prohibieron el funcionamiento de los centros de tolerancia. Las mujeres han presentado tres planes piloto, para que se permita que vuelvan a funcionar. Pero la medida de cierre se mantiene.
“Nosotras seguimos trabajando. Todos los días, las chicas se ubican en las calles porque los centros están cerrados”, cuenta Torres, y menciona una lista de peligros que enfrentan en las calles: delincuencia, violencia sexual, discriminación, riesgo de contagio de covid-19, etc.
Carolina, la morena de pelo cobrizo, conoce sobre esos peligros. El 27 de octubre pasado se encontraba internada en un hospital público, luego de que unos hombres la golpearan en el rostro y le rompieran el maxilar. No sabe si se trató de un acto de xenofobia, por ser trans o de un robo, porque se llevaron su celular.
“Ninguna organización de mujeres nos ha apoyado en esta lucha”, agrega Torres. Su pedido es que el trabajo sexual se retome, con medidas, como ocurre con otros servicios. “En los locales teníamos seguridad, había control, ahora estamos sin protección”.
Daniella Valarezo, intendenta de Policía de Pichincha, confirma que las mujeres que antes ejercían el trabajo sexual en los centros nocturnos hoy están en las calles. Pasean por el Centro Histórico, por Quitumbe, Guamaní, Carcelén Industrial, La Mariscal y la América.
“Ellas están en una situación muy precaria. Detrás del trabajo sexual hay muchas cosas, violencia, delitos. Por eso se necesita regularizarlo”, indica.
Las secretarías de Inclusión Social, de Salud y Seguridad del Municipio y la Intendencia conforman la Mesa de Trabajo Sexual. Su labor es llegar a acuerdos en torno a esta actividad en la capital.
La Mesa tiene hasta el 30 de noviembre como plazo para decidir si se abren cuatro espacios de tolerancia en el Centro Histórico. Según la Intendenta,
se trabaja en la habilitación de sitios en donde habrá de 25 a 40 camas, ventilación, sistemas de limpieza, seguridad y protocolos para reducir el riesgo de propagación del virus.
La Secretaría de Inclusión del Municipio también gestiona la dotación de condones y lubricantes. Cada semana, las organizaciones de trabajadoras sexuales reciben los preservativos que por ahora les entrega el Ministerio de Salud.
Mientras este proyecto se concreta, estas mujeres han buscado otros espacios para ejercer su actividad. Esto se evidencia en los operativos de control. Se ha detectado trabajo sexual en hostales, hoteles, restaurantes y residencias privadas. La Intendencia ha impuesto 35 multas y ha clausurado locales por mal uso del permiso anual de funcionamiento. La infracción acarrea 30 días de cierre y el pago de dos salarios básicos.
Katerine, de 35 años, es estudiante universitaria. Tiene dos hijos. Antes de la pandemia laboraba en un centro de tolerancia del norte. “Yo tengo que cuidar de mi madre, pagar sus medicinas, dar de comer a mis hijos y costear mi universidad. De verdad que hasta he tenido que ofrecer trabajo sexual por comida. ¿Qué hago? No podemos morir de hambre”.
Su historia no es distinta a la de Lorena, de 41. Ella contacta a sus clientes por WhatsApp y los recibe en su departamento. “Me ha tocado pelear con mis vecinos porque, claro, ellos saben lo que hago y no les gusta”. Si no fuera porque la casa en donde vive es de una hermana que vive en España, ella dice que ya la hubieran sacado.
De vuelta en el Centro Histórico, la muchacha de pelo cobrizo ya no está en su esquina. ¿La han visto? “Ahorita está ocupada”, responde una robusta mujer, que sobrepasa los 40 y que viste una diminuta falda pegada al cuerpo. Ella también espera que alguien hoy pague por sus servicios.