Entre las 06:00 y las 08:30, las personas llegan apresuradas y con ropa gruesa al local de la Rocafuerte e Imbabura, en el Centro. Un letrero sobre el umbral de la puerta anuncia que allí es la cafetería El buen café, abierta desde 1954.
Desde la acera se ve a cinco personas con mandil, que luego de atender a los clientes se reúnen detrás del mostrador. Sobre el mueble están alineadas cuatro jarras de jugo de guayaba, manzana, tomate y melón. También hay un plato con lonjas de jamón, otro con mortadela y otro con pedazos de queso. Servilletas y una bandeja con cinco libras de mantequilla hecha en casa.Al entrar, una señora sonreída y de anteojos saluda y da la bienvenida. Hay seis mesas, una está libre. Son las 07:30. El lugar es pequeño, tiene un solo ambiente. Hay cinco mesas para tres personas -un tanto apretadas- y una sexta, para dos. Una cocina dividida por el mostrador, un lavabo, una refrigeradora de 1 metro de alto y algunas estanterías para guardar jarras, tazas y platos.
Rosa Bonilla, la dueña, se acerca y ofrece el desayuno básico: jugo (cuatro opciones que varían), huevos (tibios, revueltos, en tortilla o duro), pan (de agua, de molde, baguette y de ajonjolí), café en leche o agua y mantequilla o nata. “Dos desayunos, con extra nata por favor”, pide un cliente. No pasan más de siete minutos y la comida está servida.
De otra mesa se levanta una pareja. Se acerca al mostrador y paga. Ella se despide de Bonilla con un beso. “Buen provecho”, dice al salir y el resto de clientes responde. Segundos después entran dos señoras. Saludan y toman la única mesa libre. Ordenan un desayuno básico con nata.
En El buen café, la nata es el producto estrella. “Es el oro blanco”, dice Bonilla. Son 40 litros diarios de leche que se utilizan para hacer la nata y se termina en las primeras horas de la mañana, a eso de las 08:30, sea el día que sea.
La señora interrumpe sus labores y su relato. Una camioneta se detiene frente a la puerta. Son cerca de las 08:00. Es un cliente frecuente que pregunta si todavía hay nata. Bonilla le responde que entre, que aún sobra. El señor arranca el vehículo y desaparece.
Tres minutos después entra al local. “Buen día con todos. Hola Rosita, deme lo mismo de siempre, es inevitable”.
La mañana transcurre agitadamente. El ingreso y salida de personas es constante. Entre semana, la hora pico es durante casi toda la mañana. Desde que el local se abre, a las 06:00, hasta las 11:30 todas las mesas están ocupadas y, generalmente, hay gente esperando en fila en la vereda. Los fines de semana y feriados hay más concurrencia. Las puertas se cierran a las 16:30.
Cuatro personas, César Llibi (22 años), Aída Álvarez (72), Guadalupe Fierro (42) y la hija de Bonilla, Gabriela Mejía (30), ayudan en la atención a los clientes. “No son empleados, somos una familia, un grupo de apoyo”, dice, con orgullo, la propietaria.
El negocio despegó en los años 40, de las manos de los padres de Bonilla. En 1954, ella tomó el mando. Al principio fue complicado, a pesar de que ya había una clientela cautiva.
Para la mujer, lo más duro del negocio fue perderse los mejores años de vida de sus tres hijos. Recién ahora ella disfruta de su trabajo, porque ellos colaboran mientras tienen tiempo libre.
A las 08:50 el lugar sigue lleno. Tres señoras entran y se sientan en una mesa donde un señor toma café acompañado de pan con nata. El señor parece no incomodarse. Minutos después todos comen en la misma mesa.
“Mantener el lugar no es una tarea fácil”, asegura Bonilla. La leche que utiliza la traen de Lloa. También tiene proveedores de pan y frutas. Todo lo supervisa.
En lo posible atiende personalmente a los clientes. Su filosofía es que la gente está acostumbrada no solo a desayunar cosas ricas, también a que la traten bien. Por más de una vez le han sugerido que abra locales en otros sectores de la ciudad, pero se ha negado porque no podrá estar en todos a la vez. Para ella, los clientes son lo más importante.
En la mesa que está junto al mostrador de la cocina permanece una señora con su hija. Se llama María Emilia y no quiere comer sola. Guadalupe Fierro interrumpe sus labores en la cocina y se acerca. Se sienta junto a la pequeña y mientras su madre se sirve el desayuno, agarra el pocillo con huevos tibios, mete la cuchara y le da de comer a la niña. “Lo hacemos porque nos gusta hacerlo”, dice Bonilla, sonreída. Es el contacto con la gente lo que caracteriza a estas personas.
A las 09:30, Fierro retira los platos de la mesa. Bonilla se para en la puerta cada vez que un cliente se apresta a salir. Se despide amablemente, con beso incluido, y sin desaprovechar la oportunidad para agradecer por la visita y pedirles que regresen pronto.
Su sonrisa no desaparece y los comensales se muestran satisfechos. La nata ya se acabó.